En el segundo verano pandémico, la turista ocasional ha eclosionado cual crisálida claustrofóbica. Meses de confinamientos perimetrales habían hecho mella en su ánimo. Se sentaba delante del televisor a mirar documentales sobre viajes, suspiraba al tropezar con las maletas en el trastero y acariciaba la guía que se quedó varada en la mesa de noche durante la primavera de 2020. No es que la turista ocasional se haya convertido en una intrépida viajera dispuesta a atravesar mares y océanos, solo ha pretendido dar un pequeño paso, salir de su comunidad autónoma y subirse a un avión bien pertrechada de mascarillas y su certificado de vacunación en la mano.
Durante la primera semana de vacaciones en un recóndito paraíso gaditano, a punto estuvo de renegar de uno de sus fundamentos vitales y dejar de odiar el verano. Las mañanas de paseo en la bajamar, las tardes instaladas en la molicie de lecturas frente al océano, las noches frescas de rebequita sobre los hombros. La turista frustrada ha llegado a entender a la población adoradora del estío, pero regresa a Hellvilla (*), su tensión arterial desciende a la altura del subsuelo y finaliza el idilio estival.
Tampoco podemos olvidar que este verano, el mundo ha sido asolado por plagas que nada tienen que envidiar a las bíblicas. La ola de calor que se extendió por la península fue bautizada como Lucifer. Los incendios que acarrean las altas temperaturas, destruyeron el desdichado Mediterráneo, desde Turquía hasta Cataluña. A los incendios siguieron las inundaciones, que arrasaron poblaciones a su paso. La quinta ola de la pandemia desatada entre la población juvenil. La subida de la luz, que obliga a las familias a calcular la hora para poner la lavadora o no conectar el aire acondicionado, aunque Lucifer se empeñe en incendiar el infierno. La lacra de la violencia machista que parece recrudecer en verano. No te olvides de Haití, de nuevo azotado por un terremoto. Para finalizar, la última vergüenza mundial sobre Afghanistán, con las mujeres borradas de los escaparates y de la vida.
La turista ocasional añora el tiempo en que salía de viaje y cuando compraba el periódico después de cuatro días, se quedaba anonadada con los titulares.
A pesar de las plagas veraniegas, su instinto nómada maniatado durante el último año la ha empujado a volar rumbo a Gran Canaria, donde ha podido estudiar in situ el comportamiento del guiri nacional y extranjero, solazarse en playas y piscinas, recorrer calles con sabor colonial, fachadas de colores, carreteras serpenteantes hasta el Roque Nublo, que mira al Teide por encima de las nubes. A la turista le han tomado la temperatura cada vez que ha entrado a un restaurante y la han obligado a lavarse las manos en miles de ocasiones. Ni una queja por su parte, pero para visitar la casa natal de Pérez Galdós, tuvo que desplazarse dos días a Las Palmas: solo se admitían visitas de cuatro personas cada hora, sin reservas, por orden riguroso de llegada.
El viaje a Gran Canaria habría resultado paradisíaco si a la turista no le hubieran echado algún tipo de mal de ojo, cuya consecuencia derivó en todos los achaques que pueden afectar a la más curtida viajera. Por suerte, suele llevar un botiquín bien surtido y pudo superar la semana a base de pollo a la plancha, arroz hervido y papas arrugadas sin piel ni mojo picón.
La tercera etapa de estas vacaciones, sin tantas pequeñas catástrofes, la conduce por carretera hacia el norte: Valladolid, Burgos, Vitoria, Bilbao. Plazas mayores porticadas, catedrales barrocas, iglesias románicas, morcilla de Burgos, pintxos, paseos junto al río Pisuerga, el Museo de la Evolución Humana, txakoli y tinto del Duero, Miguel Delibes saliendo con su bufanda de un parque en Valladolid, las Sirgueras arrastrando los barcos cerca del Guggenheim…
Si, además, la turista y su compañero de viaje resultan algo frikis, tomarán nota de colegios, universidades, bibliotecas públicas, residencias de mayores y centros de servicios sociales, edificios municipales, infraestructuras y estado de la limpieza de las ciudades. De hecho, el compañero de viaje está en disposición de presentar un estudio comparado de los carriles bicis de las ciudades visitadas, el sistema de alquiler y la calidad de las bicicletas.
La turista parte de regreso desde Bilbao hacia el sur. El día antes había sido festivo de la no Semana Grande de Bilbao. Se veían pañuelos de las distintas cuadrillas como gesto simbólico. En una de las escasas tiendas abiertas, la dependienta, mientras envuelve los regalos, se detiene a contar los miedos y las vicisitudes durante la pandemia, pero con esperanza en el futuro.
Cuando enfila la autopista a las afueras de Bilbao aún hace fresco, 15 grados anuncia el móvil. En las proximidades de Burgos, ya son 18, que se convierten en 21 a las once de la mañana, cerca de Valladolid. Veinticinco grados en los alrededores de Salamanca, 27 en Guijuelo, que bajan a los 25 en Béjar, suben a los 28 en Plasencia y a los 31 en Mérida a las cuatro de la tarde. Al entrar en la provincia de Sevilla, ya sufre 34 grados en un día no excesivamente caluroso.
Han partido desde la verde Euskadi, cruzado por los pastos secos de la ancha Castilla, atravesado la hermosa e ignota Extremadura hasta alcanzar Andalucía.
La turista no deja de sorprenderse ante la belleza y variedad de todos los territorios visitados; sin embargo, para la próxima reencarnación se pide nacer en Euskadi y así poder disfrutar del estado del “medioestar”, pero con el comodín del veraneo en Cádiz o en Canarias.
*Helvilla: término para referirse a Sevilla, acuñado por Carmelo Villar
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