En la frutería del barrio,
los sábados por la mañana, invade la cola el acerado. Entre cajas de patatas y
melones tempraneros, se alinea el vecindario en paciente espera.
Desde que me convertí en
señora mayor con carro de la compra, me siento mejor persona. Ya no cargo con
bolsas de plástico en la esquina mientras espero a que alguna de mis hijas
acuda en mi ayuda.
En la frutería del barrio
no se habla de política. Una señora protesta de que no se pueda pagar con
tarjeta. Un abuelo se informa de los diferentes tipos de patatas para escoger
las más sabrosas. Preparará un festín de tortillas para la cena de sus nietos y
lo cuenta con tal entusiasmo, que se nos hace la boca agua.
La última señora de la
cola debate sobre la inutilidad de cocinar tortillas de patatas cuando las
venden tan ricas y baratas, ya preparadas.
Una anciana apoyada en su
andador se adelanta, lo cierra al pasar entre el gentío y lo abre para sentarse
a esperar, pacientemente, su turno.
Alguien habla de los
productos chinos y otro le responde del nivel de contaminación que emite la
industria en China. Pero la anciana del andador, replica que los americanos son
los que más contaminan, que no se dignaron a firmar ni el protocolo de Kioto.
El frutero se desespera al
ver que tiene que volcar la fruta en mis bolsas de tela. La anciana del andador
me guiña un ojo y me enseña su bolsa reutilizable. Pido albaricoques, pero ella
me da un codazo:
-Esos, compra esos, que
son más pequeños y ecológicos.
-No me la líes - protesta
el frutero, que termina invitando a albaricoques a toda la clientela.
En los estantes, distingo
con alegría las primeras brevas, aunque insisto, antes de comprarlas, en que
sean del terreno.
En la frutería del barrio
no se habla de política. Tampoco en la pescadería. De vez en cuando alguien se
queja de la exigua subida de las pensiones o relata las vicisitudes de los
hijos, sus trabajos en el extranjero o la precariedad del mercado laboral en
España.
Desde diciembre me
persigue un insoportable olor a cloaca. Pero en las calles de mi barrio, aunque
el Ayuntamiento se olvide de limpiarlas, los sábados por la mañana huele a fruta
fresca y boquerones de Málaga.
Tal vez el olor a cloaca
ha sido el causante del dolor de espalda que me ha acompañado desde abril. La
dorsalgia lacerante ha contraído mis músculos y ha disminuido mi ánimo.
Durante esta tormenta
perfecta de trabajo, una hija recorriendo Europa, otra saltando de uno a otro
trabajo precario y la última preparando exámenes, he colaborado en las campañas
electorales, especialmente en las municipales.
Una tarde de calor
inmenso, después de una sesión de fisioterapia, repartiendo folletos por calles
solitarias, me juré que esta sería mi última campaña. Porque la próxima, si la
salud me acompaña, seré una señora sesentona no apta para estos trotes.
Durante esta campaña en la
que no pude sacar a pasear mi carro de la compra, rondaba por mi cabeza una historia
que recoge Salvador de Madariaga en un libro de 1931 llamado España: Un señorito andaluz intenta comprar el voto del
más mísero de los jornaleros y este le responde: “En mi hambre mando yo”.
Y recordaba los ojos
hundidos de mi abuelo, que solo pudo votar en los años de la República. Y
recordaba a mis padres, que pudieron ejercer por primera vez su derecho al voto
con más de cincuenta años. Y a mi madre, pidiéndome que le preparara el sobre, “porque
los de izquierda siempre son más guapos”.
Durante estos días con mi
espalda dolorida pero acompañada de gente buena, pensaba en una leyenda
holandesa: el niño que tapona con su dedo el agujero por el que el mar pretende
romper la presa y anegar el pueblo. Y pensaba en todos los dedos dispuestos a
helarse para detener la inundación.
Al finalizar la campaña,
busqué la veracidad de la cita atribuida a Unamuno: “Venceréis, pero no
convenceréis”.
Vuelvo a pasear mi carro
de la compra por las calles del barrio, donde no se habla de política. Las aceras continúan sin limpiar, pero no
huelen a cloaca. La próxima vez que coincida con la anciana del andador le
preguntaré por qué siguen mandando en nuestra hambre.
Comentarios