La última noche que pasé en Cuba
me asomé a la ventana de mi habitación en la planta 19 del Hotel Habana Libre.
A mis pies se alzaba el barrio de Vedado y a la derecha, el Malecón. Antes de
partir, ya sentía añoranza de este país que se cuela en las venas.
Había llegado una semana antes,
aturdida por el jet lag, con la maleta repleta de mitos, canciones de Silvio y
Pablo, películas, lecturas antiguas y una novela de Leonardo Padura a punto de
acabar.
La Habana amanece muy temprano, anoté el
primer día en mi diario. Apenas circulan coches por una amplia avenida donde
las señales indican “paren” en lugar de “stop”. La gente camina apresurada por
calles sin carteles publicitarios, entre edificios que piden a gritos una mano
de pintura. Los autobuses no tardan en aparecer. Jugamos a adivinar los que
donó el Ayuntamiento de Sevilla. A veces es fácil porque aún conservan los
símbolos de la ciudad.
El turismo revolucionario comienza
con una visita al Museo de la Revolución, situado en el antiguo palacio
presidencial. En el despacho principal, una pintura muestra a los héroes de la
Independencia cubana. Solo una mujer, Ana Betancourt, se atreve a asomar por la
puerta para pedir derechos para las mujeres. Solo un hombre y un niño de color
aparecen en el cuadro.
No existe ser humano capaz de
resistir la tentación de inmortalizar su imagen junto a la famosa foto del Ché,
tal vez la imagen más reproducida del S. XX.
La guía del museo tiene
problemas para conciliar, por las vacaciones escolares. Su hijo pasa la mañana
jugando en el edificio. Al cruzar un patio, la mujer ve un papel en el suelo.
Con gesto contrariado, lo recoge y lo arroja a una papelera.
Hace mucho calor en La Habana,
un calor húmedo y sofocante, que atraviesa sombreros y abanicos, y te envuelve
en sudor mientras recorres las plazas de la Habana Vieja abarrotada de turistas
que buscan la sombra.
“Maní, manisero será”, entona
una mujer ataviada con un traje típico en la Plaza de la Catedral.
Por la tarde, llueve de forma
torrencial. El cielo se va cubriendo de nubes y antes de que te des cuentas
caminas bajo una tormenta. El sombrero y el paraguas son buenos amigos en La
Habana.
En el barrio de Regla, visitamos
a la hermana gemela de la chipionera, recorremos las calles de aires marineros
y comemos muy barato en una cafetería que nos recomienda una mujer en la calle.
La tormenta nos pilla en los postres. Bromeamos con la posibilidad de quedarnos
aisladas. Tres chiquillos vienen caminando bajo la lluvia feroz. Chapotean en
los charcos, se asustan con un rayo y se refugian bajo un balcón.
Brenda comenzará Pre el próximo
curso y es karateka. La interrogamos sin piedad junto a la barra. Somos
maestras, alegamos en nuestra defensa. Decidimos intentar el regreso, paramos
un autobús en una plaza y pagamos en pesos cubanos.
En la lancha nos han engañado
con el precio. Una señora nos los advirtió a bordo y nos insta a reclamar a la
vuelta, porque no quiere que nos llevemos mala impresión de Cuba.
El Malecón se puebla de gente al
atardecer: pescadores, paseantes, parejas, turistas y muchachos cantando.
Da la impresión que todos los
habitantes de esta ciudad cantan, bailan o tocan un instrumento. La música
surge en cada bar, restaurante, café o incluso en cualquier esquina.
Por la tarde, La Habana se llena
de chiquillería que busca el fresco en las calles y plazas. En Prado, juegan a
la pelota o al “escondío” y montan en monopatín los adolescentes. Nos sorprende
porque en España apenas los vemos más allá de los parques vallados sometidos y
sometidas a estrecha vigilancia.
Hemos conocido algunos centros
educativos, la mayoría dignos, aunque con edificios necesitados de reformas y
faltos de recursos. Las mujeres de color son mayoría en la docencia. Tienen la
mirada triste pero su autoridad y compromiso es tan fuerte que su labor se
parece a la de una educadora social, pues visitan las casas del alumnado con
dificultades para averiguar su causa y recuperarlos para el aprendizaje.
Recorremos las calles de la
ciudad, lejos de las rutas turísticas, amparándonos en la sombra de los
flamboyanes. El abanico no descansa en ningún momento, la botella de agua
siempre a mano. Sonrío al ver que Belén Gopegui es la única autora española que
se exhibe en los escaparates de las librerías.
Por Habana Centro o Vedado
compartimos las calles con los reparadores de colchones, afiladores de
cuchillos en bicicleta, vendedores ambulantes de ristras de cebollas y ajos,
panaderías, barberías, componedores de electrodomésticos grandes y pequeños.
Compramos unos plátanos pequeños y deliciosos en un puesto.
Nadie nos molesta en las calles
alejadas del turismo. Preguntamos a la gente cualquier duda y conversan con
amabilidad, dando todas las explicaciones posibles.
Nos detenemos en un bar de barrio a tomar una
cerveza Crystal o Bucanero, pero solo le quedan Sol o Heineken. No se puede
entrar al baño porque hay restricciones de agua. Cierran el Museo de Bellas
Artes por este motivo. En la parte trasera, un camión cisterna está surtiendo
de agua al edificio.
-La economía de Cuba es una
broma, nos comenta alguien.
También nos preguntan sobre
España. Quieren saber si la educación y la sanidad son públicas y gratuitas.
La incertidumbre es la respuesta
que siempre encontramos al preguntar sobre el futuro.
Una noche, antes de dormir,
escribí en mi diario muchas preguntas:
- ¿Cómo puede vivir un país con
dos monedas?
- ¿Qué ocurriría si sucumbe al
capitalismo salvaje, a manos del vecino del norte?
- ¿Qué hubiera sido de Cuba sin
revolución? ¿Y del resto del mundo?
- ¿Cómo habría evolucionado
Ernesto Guevara si no hubiera sido asesinado?
- ¿Qué será de Brenda, de
Sandra, de Juan…?
- ¿Qué futuro deparará a los
niños que chapoteaban en Regla bajo la lluvia?
Ojalá la vida me vuelva a traer
a Cuba con el tiempo suficiente para aprender a distinguir algunas de las cien
clases de palmas, a diferenciar y saborear los cinco tipos de plátanos. Ojalá
tenga la dicha de conocer otros pueblos, otras ciudades de la isla. Ojalá,
cuando regrese, no encuentre un MacDonald instalado en el Malecón ni un anuncio
de Coca Cola junto a la imagen del Ché.
PD: La foto la hizo y la editó Paco Espada
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