Dos años después de su estreno, por fin pude ver la película “El maestro que prometió el mar”. En ella se narra la búsqueda de los restos de los asesinados por el blando sublevado en 1936, en una fosa de un pueblo de Burgos, donde deberían aparecer los cuerpos del bisabuelo de la protagonista y del maestro Antonio Benaiges
La película es tan emocionante que a los quince minutos arranqué a llorar y no me quedó más remedio que pararla. Solo pude verla en pequeñas dosis, a lo largo de dos días.
La protagonista entabla amistad con un anciano que le muestra fotos y le habla de su maestro, Antonio Benaiges, el maestro que prometió llevarlos a ver el mar.
Entre todos los momentos emotivos que aparecían en la pantalla, hubo uno muy especial, que me provocó un vuelco del corazón. En la pizarra negra, el maestro escribía con tiza blanca un texto escrito por uno de sus alumnos o alumnas. El resto de la clase corregía el escrito, señalaba alguna falta de ortografía, indicaba la necesidad de un signo de puntuación o incluso mejoraba la expresión.
Previamente, cada uno de los estudiantes había leído su redacción en voz alta y habían votado el mejor, que sería el que se corregiría en la pizarra.
Este proceso previo no aparece en la película. Yo lo conocía por experiencia propia, porque así trabajaba mi maestra, Maribel Hidalgo Esteve, la técnica del texto libre que había impulsado el maestro francés Célestin Freinet en la Francia de la primera mitad del siglo XX.
Siempre tuve la certeza de haber recibido la mejor educación posible, con métodos innovadores, en una escuela pública, sin religión desde sexto a octavo, en un pueblo pobre de la campiña sevillana. Mucho más tarde, cuando estudiaba Magisterio, entendí que ese grupo de maestros y maestras que tuvimos la fortuna de conocer, se basaban en el ya citado Freinet y en el pedagogo brasileño Paulo Freire, cuyo objetivo era despertar el espíritu crítico.
Nuestro colegio estaba recién estrenado. Hubo que ponerle un nombre y se escogió el del poeta Antonio Machado. Había que convertirlo en un espacio amable para el aprendizaje. Se plantaron árboles, se sembraron setos y rosales. Se construyó un fuerte del Oeste con todos sus detalles. Manolo Amaya, siendo director, recorrió las calles y los alrededores del pueblo recogiendo materiales aprovechables.
Con Paco Fernández aprendíamos francés y escuchábamos la Cantata de Santa María de Iquique de Quilapayún.
Manolo Carmona, con una visión didáctica adelantada a su tiempo, nos enseñaba que la historia no está protagonizada por reyes ni es una sucesión de fechas, sino que son los pueblos los que provocan los cambios sociales y es la economía la que mueve el mundo. Para ello utilizábamos distintos materiales: revistas, prensa, libros…
José Carlos impartía matemáticas. Pero yo recuerdo el día después de los últimos ejecutados por el franquismo, que entró en clase y escribió un poema que aún conservo en la memoria.
Decía Paco Fernández: “el matrimonio pedagógico da estabilidad a la escuela”.
En aquel colegio compartían docencia y matrimonio Maribel y Manolo, Paco y Aurora y después de mi etapa escolar otras parejas como Amelia y Rafa o Avelino y Gloria, que aunque no fuera maestra también se implicaba en el colegio.
En aquellos tiempos, a finales de los setenta, recién estrenada la democracia, el trabajo infantil estaba normalizado. Las familias completas se trasladaban con todos sus enseres, ropa, colchones, bombones de butano, para trabajar la temporada del algodón o de la aceituna.
Los niños y las niñas abandonaban la escuela en quinto o en sexto, para ayudar con un jornal o para atender las tareas domésticas en el caso de ellas.
Mi promoción terminó octavo curso en junio del 77. El primer día de sexto, fuimos recibidos en el comedor porque no cabíamos en una clase. Sin embargo, solo acabamos la EGB 16 o 17 de los que los habíamos comenzado.
Aquel primer día de sexto, una maestra nueva, alta y morena, se dirigió a aquella chiquillería diciendo que sería nuestra tutora, pero que, ante todo, pretendía ser nuestra amiga.
Todavía recuerdo el gozo con el que llegué a mi casa. A mí me gustaba mucho la escuela, pero ninguna maestra me había hablado de aquella forma. Me tomé sus palabras al pie de la letra. Puedo afirmar que fue una de las personas que más influyó en mi vida y no puedo evitar emocionarme cuando pienso en ella.
Continuar los estudios en Écija, en el instituto San Fulgencio, era prácticamente una quimera. No solo pesaban las razones económicas. Para las niñas suponía una dificultad extra, porque al pasar el día entero fuera, corríamos el riesgo de ser criticadas y para nuestras madres eso constituía una pesada losa.
Maribel se dedicó a recorrer todas las casas para que las familias nos permitieran estudiar en el instituto. Algunas pudimos hacerlo, otras sufrieron la negativa de sus madres y otras tuvieron que abandonar en primero o segundo de BUP. En aquellos años, los embarazos adolescentes hacían estragos, aunque esa es “una historia que merece ser contada en otra ocasión”, como decía M. Ende.
No sé cómo ni a quién se le ocurrió la idea de llevarnos de viaje fin de EGB a Cazorla. Si mal no recuerdo la promoción anterior había visitado Madrid.
Solo sé que hubo un momento en el que pusieron a buscar tiendas de campaña y Pepi Yélamo, una maestra natural de Écija, consiguió prestadas o alquiladas una especie de tiendas, como jaimas. Recuerdo a Maribel metiendo pan en bolsas de plástico y cerrándolas bien para que se pudieran comer todos los días de nuestra estancia. Teníamos que llevar toda la comida porque en el Parque no había absolutamente nada.
También hubo que convencer a las familias para que nos permitieran participar en aquel viaje. En aquellos años muy poca gente viajaba, no había móviles ni apenas teléfonos fijos. Íbamos a la aventura en medio de la sierra de Cazorla. Además, salíamos el 16 de junio de 1977. El día antes se celebraban las primeras elecciones libres desde la República y mucha gente tenía miedo.
Recuerdo con claridad que fui a la panadería de madrugada a comprar el pan para mis bocadillos y pregunté al panadero Manuel Domínguez quién había ganado las elecciones.
Una vez en Cazorla, acampamos en la Fuente de la Pascuala, cuando solo era una fuente.
El resto, el fuego de campamento, la cerrada del Utrero, el pantano de El Tranco, bañarse en el agua helada, ya es historia.
Dentro de dos años se cumplirá medio siglo de aquel primer viaje a Cazorla organizado por el CEIP Antonio Machado de La Luisiana.
Nuestro colegio no estaba encerrado en los muros, sino que influía en el pueblo y viceversa. Se instauró un día en el que la gente, de forma voluntaria, ayudaba a su mantenimiento.
Los maestros y maestras fueron determinantes en la Asociación de vecinos, la Peña Flamenca y la Asociación Cultural Nicolás Guillén, de la que yo era presidenta. Con esta Asociación organizábamos todo tipo de actividades: excursiones, fiestas infantiles, teatro y fundamos la primera biblioteca pública del pueblo.
Con el paso del tiempo, cada vez soy más consciente de la suerte que tuvimos al recibir una educación tan innovadora y al mismo tiempo tan completa. Ahora es complicado dedicar una mañana a corregir un texto libre. Los temarios, la programación y la burocracia se comen la magia del aprendizaje.
A nosotras, a nosotros no nos prometieron el mar, como en la película sobre el maestro Antonio Benaiges, nos prometieron las aguas heladas el río Borosa y lo `pudimos disfrutar.
Comentarios
Cuando decidí ser maestra, tenía claro que quería ejercer en la pública.
"El maestro que prometió el mar", me caló y me provocó admiración por su forma de enseñar y valentia. La película remueve conciencias, estoy segura, y aporta un punto de vista y una información muy necesaria para los/as jóvenes que desconocen lo que ocurrió en aquellos años, y que de saberlo, votarían con más conciencia de lo que están eligiendo.
¡Gracias Pepa!