“Viele kleine Leute, die in vielen kleinen Orten, viele kleine Dinge tun, können das Gesicht der Welt verändern. (Afrikanische Weisheit)”
En
la sala de desayunos del hotel, una anciana corpulenta, casi una
giganta a mis ojos, toma un bol de yogur con frutas. Sus piernas
están surcadas de gruesas varices que recorren las extremidades como
ríos infectos. Mientras desayuna, hojea una guía de Berlín en
alemán.
Un
muchacho ataviado con un pañuelo palestino adhiere una pegatina
junto a las estatuas de Marx y Engels, cerca de Alexanderplatz.
Una
pareja de ancianos procedente de Nueva York se apea en una estación
del metro. Sobre las escaleras, un rótulo anuncia el museo judío.
Un
hombre recoge las audio-guías en el Museo de Pergamo. A sus
espaldas, un nutrido grupo de hombres y mujeres de mediana edad, de
rostros macilentos y cansados, muestran los estragos de muchas horas
de autobús.
-Polish,
le dice a la joven que entrega las audio-guías tras el mostrador.
Un
hombre joven hace footing por los jardines de Charlottesbourg. A su
lado también corre una niña de unos tres años que no deja de reír.
-¡Vamos,
cariño, corre, que tú puedes!, va gritando en español.
La
imagen que mi mente se forjó de Berlín estaba pintada en tonos
grises: el gris del humo del Reichstag ardiendo, el humo de las
cámaras de gas, de las antorchas,... Berlín se mostraba como una
ciudad triste y fría, con espías acechando en las esquinas,
soldados hieráticos y vigilantes en las garitas.
Entre
“Uno, dos, tres” de Willy Wilder y “Goodbye, Lenin”, esperaba
hallar la ciudad arrasada de “El pianista” o Danzing, tal como la
describe Günter Grass en “El Tambor de Hojalata”.
Con
estos antecedentes, ¿quién querría visitar Berlín? ¿Qué razones
influyen en la gente que viaja a esta ciudad?
No
tuvo Berlín un Hemingway que describiera sus bondades literarias o
artísticas. No se filmó ninguna película en la que los amantes
declararan que “Siempre nos quedará Berlín”. Ningún rey
proclamó: “Berlín bien vale una misa”.
La
ciudad de Merkel, la Troika, el Bundesbank, que recibe a la
generación mejor formada de España para servir las mesas de sus
restaurantes, no podía ser el destino soñado. Pero todo el mundo te
cuenta las excelencias de esta ciudad, su ambiente cosmopolita, el
vanguardismo arquitectónico y desaparece el gris de tu mente.
Al
aterrizar en la capital de Alemania, te da la bienvenida un sol
inclemente del que es imposible huir. No conocen el aire
acondicionado en las tiendas, algunas líneas de metro, los
restaurantes, las cafeterías o los hoteles de bajo presupuesto. Solo
la sombra de los árboles del Tiergarten pueden apaciguar la canícula
berlinesa.
A
cada paso que tus pies hollan, surge la historia de Europa, plagada
muertos. Y sientes deseos de llorar por el horror de los campos de
concentración, por Rosa Luxemburgo asesinada, por el muro de la
vergüenza, por las utopías perdidas.
En
la escalinata del altar de Pergamo te sientas para lamentarte por
siglos de expolio, anonadada por la belleza de la Puerta de Istar,
aturdida por la puerta del mercado de Mileto, indignada por el techo
de la Alhambra “regalado” a un banquero alemán.
Se
viene a Berlín a recorrer sus amplias y rectas avenidas, los
edificios vanguardistas firmados por Foster o Calatrava, el bulevar
Unter der Linden arrasado por la excavadoras, el cielo de
Alexanderplatz cubierto de grúas. En la capital de Europa no existe
la crisis del ladrillo. Todo es nuevo y reluciente. Edificios de
colores y diseños sorprendentes se alzan en calles siempre limpias.
Una
familia española recorre las calles de Berlín bajo el infernal
calor de julio. Al final de la tarde, cuando los pies no pueden tirar
de las piernas y reclaman a gritos un descanso no hallan piazzas
italianas o cafés parisinos, en los que sentarse a contemplar a los
paseantes. Solo los puede acoger la sombra de la Gendarmenmarkt, con
sus iglesias gemelas, para refrescarse con una deliciosa, aunque no
fría, cerveza.
PD:
También hay restos de un muro ;-P
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