One of these mornings
You're gonna rise, rise up singing,
You're gonna spread your wings, child
Los
veranos de la infancia serpentean por un tiempo estático. El gallo
tempranero arranca el sopor de una noche envuelta en sábanas
sudadas. Un colchón en el patio descansa bajo la higuera y las
gallinas anuncian el primer huevo de la mañana.
Se
extiende ante sus ojos una larga jornada de rutinas tediosas. Pasa el
paño para retirar el polvo del pomo, el respaldo, el asiento, la
pata trasera, el travesaño, la pata delantera de la silla. El agua
de la fregona refresca el suelo. Se entretiene dividiendo las losas
del pasillo. Friega con cuidado, atendiendo escrupulosamente a la
geometría.
En
la habitación del fondo, con las persianas echadas, se ampara en la
penumbra para viajar a la isla de Thule, hasta que una voz la reclama
desde la cocina, desde el patio, desde los cobertizos.
Aún
persiste la sombra sobre el columpio del gallinero. Esta mañana
retiró la nata al hervir la leche, la mezcló con azúcar y la
colocó en el congelador. La observa el gallo introducir, golosa, la
cucharilla y saborear la nata azucarada.
Por
la tarde, cuando el sol decline sobre el techo de uralita,
recolectará los jazmines del patio mientras resuena el eco del
culebrón radiofónico.
Para
sobrevivir a los veranos de la infancia solo hay que pensar en el
cucurucho de helado de turrón que romperá la siesta; la charla
pausada de los mayores al fresco de la noche; el corro de niñas y
niños encarando las rejas del cementerio; el Corsario Negro surcando
los Mares del Sur.
Y
aunque transcurran las décadas y el aire acondicionado amortigüe la
pertinaz canícula, permanece en la piel un sudor antiguo de verano
interminable.
Ahora,
para sobrevivir al verano solo pide paz, paciencia y un poco de
poesía.
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