La mujer que baja del autobús se llamaba Dolores. Le cuesta descender la escalerilla de altos peldaños porque las caderas anchas y las piernas gruesas entorpecen sus movimientos. La mujer antes llamada Dolores ya no es joven, ni siquiera es de mediana edad. Ronda los sesenta años y su pelo ya no es completamente negro, vetas blancas se distribuyen por su cabeza. Pero aún conserva la tez morena, los ojos vivaces y la sonrisa confiada. Cualquiera que la conociera antes de llamarse Dolores la identificaría fácilmente por estos rasgos.
Por eso, cuando baja del autobús, se va parando con gente que la reconoce y la saluda. Ella habla, besa, abraza, ríe. Sólo le falta bailar para ser totalmente feliz.
Es la primera vez que viaja sola pero no ha tenido miedo. Su hija menor le envió un horario de autobuses por correo electrónico que ella imprimió en el ordenador del centro cívico del barrio. Allí acude cada día desde que vive sola y está haciendo sus primeros pinitos en informática. Sus hijas, que viven tan lejos, la habían animado.
Tienes que salir, mamá. Vete a la calle, no te vistas de luto, reúnete con amigas, viaja.
En el horario de autobuses que le había enviado desde Inglaterra, su hija menor le había subrayado la ruta: Granada- Sevilla- Écija- Sevilla- Madrid- Granada. Éste era su recorrido, incluyendo una parada en este pueblo suyo donde la gente la recuerda por su verdadero nombre y por su apodo. Este pueblo al que apenas pudo ir durante más de cuarenta años de matrimonio. Este pueblo del que su marido también se sentía celoso y donde no podía hablar ni reír si él la acompañaba a algún entierro. Las bodas, los bautizos y las comuniones quedaban fuera de sus posibilidades porque a ella le daba por bailar y él se enfadaba.
La mujer que se llamaba Dolores se casó con un militar guapo, formal y educado, amigo de su hermano. No podía suponer que aquel hombre la alejaría de su familia, de sus amistades e intentaría amordazar su alegría. Nunca le puso una mano encima, pero la obligó a llevar una existencia triste, aislada, vacía, donde él controlaba cada paso que daba.
Sus hijas, casualmente, estudiaron idiomas y volaron lejos en cuanto pudieron.
Al morir su marido, no tuvo ningún problema por vivir sola. Apenas lloró su pérdida, no se vistió de negro. Pensó que con suerte aún le quedaban unos años de vida y se dispuso a disfrutarlos.
Cuando baja del autobús en el pueblo ya no se llama Dolores, sino Loli. Ahora es de nuevo la mujer alegre y afectuosa que ha tenido que reprimir muy a su pesar. Ella nunca supo que lo que padecía también se llama maltrato. Ahora que la muerte es su aliada y la vida le ha dado otra oportunidad, no piensa desaprovecharla.
Por eso, cuando baja del autobús, se va parando con gente que la reconoce y la saluda. Ella habla, besa, abraza, ríe. Sólo le falta bailar para ser totalmente feliz.
Es la primera vez que viaja sola pero no ha tenido miedo. Su hija menor le envió un horario de autobuses por correo electrónico que ella imprimió en el ordenador del centro cívico del barrio. Allí acude cada día desde que vive sola y está haciendo sus primeros pinitos en informática. Sus hijas, que viven tan lejos, la habían animado.
Tienes que salir, mamá. Vete a la calle, no te vistas de luto, reúnete con amigas, viaja.
En el horario de autobuses que le había enviado desde Inglaterra, su hija menor le había subrayado la ruta: Granada- Sevilla- Écija- Sevilla- Madrid- Granada. Éste era su recorrido, incluyendo una parada en este pueblo suyo donde la gente la recuerda por su verdadero nombre y por su apodo. Este pueblo al que apenas pudo ir durante más de cuarenta años de matrimonio. Este pueblo del que su marido también se sentía celoso y donde no podía hablar ni reír si él la acompañaba a algún entierro. Las bodas, los bautizos y las comuniones quedaban fuera de sus posibilidades porque a ella le daba por bailar y él se enfadaba.
La mujer que se llamaba Dolores se casó con un militar guapo, formal y educado, amigo de su hermano. No podía suponer que aquel hombre la alejaría de su familia, de sus amistades e intentaría amordazar su alegría. Nunca le puso una mano encima, pero la obligó a llevar una existencia triste, aislada, vacía, donde él controlaba cada paso que daba.
Sus hijas, casualmente, estudiaron idiomas y volaron lejos en cuanto pudieron.
Al morir su marido, no tuvo ningún problema por vivir sola. Apenas lloró su pérdida, no se vistió de negro. Pensó que con suerte aún le quedaban unos años de vida y se dispuso a disfrutarlos.
Cuando baja del autobús en el pueblo ya no se llama Dolores, sino Loli. Ahora es de nuevo la mujer alegre y afectuosa que ha tenido que reprimir muy a su pesar. Ella nunca supo que lo que padecía también se llama maltrato. Ahora que la muerte es su aliada y la vida le ha dado otra oportunidad, no piensa desaprovecharla.
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