Despertar una luminosa mañana de domingo con la serenidad de que tienes todo el día por delante, vestirse las mallas, la camiseta de algodón y los zapatos deportivos.
Hace algún tiempo descubrí que el paseo matutino es uno de los placeres más baratos que te puedes permitir y llega un momento en que no puedes prescindir de la bocanada de aire fresco y el silencio de las calles vacías.
Enfilo la Alameda de Santa Eufemia sin cruzarme con nadie mientras observo apresuradamente los escaparates que surgen a mi paso.
A veces, en la parada del autobús me encuentro a algún personaje solitario y soñoliento, con la ropa del sábado arrugada. Imagino que ha despertado de una noche de pasión en una cama ajena y se retira a descansar con el aroma de otra piel aún pegada a la suya.
De pronto, en la rotonda del Instituto casi me paraliza la alarma. Soy hija de la transición y no puedo dejar de asustarme al ver congregada a mucha fuerza de orden público, lo del lechero que llama a tu puerta se quedará para otra generación. Concretamente, cuatro coches y una furgoneta de la guardia civil pusieron en marcha mi detector de problemas. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Un atentado? ¿Una emergencia? Nada de eso, una mancha de color verde me indica que un número indeterminado de miembros de la benemérita hace cola en la churrería. No está mal atiborrarse de churros y chocolate antes de perseguir a los infractores de la ley y el orden.
Junto a la entrada de la Hacienda el Carmen se amontonan envases de hamburguesas y enormes vasos de refrescos con su cañita, la comida-basura que a su vez genera más basura.
Las calles continúan desiertas. Sólo me cruzo de vez en cuando con algún paseante de perro.
Al lado del ambulatorio, sentado en un banco, un anciano se apoya en el bastón. Me persiguen sus ojos cansados, la mirada insomne y triste.
La fuente de la rotonda de Aljarafesa refresca el incipiente bullicio. Unos chicos salen de la cafetería con estrépito. Portan una gran pancarta de la Cruzcampo y con voces roncas y embriagadas gritan: ¡Manifestación! ¡Manifestación! Una chica les hace fotos. Dos hombres cargados con el pan y el periódico se detienen, sonrientes, a contemplar la escena.
La acera del Hogar del Pensionista está alfombrada de cristales. ¿Habrán celebrado los jubilados una fiesta esta noche?
En los veladores del estanco un grupo de hombres conversa pertrechados de cafés. Me cruzo con una mujer que se apresura con su bolsa de churros.
La puerta de la Peña Bética es un hervidero de hombres que desayunan envueltos por el aroma espeso de la churrería. Una abundante clientela se amontona a la entrada.
El pueblo ya ha despertado, aunque no escuché los gallos al atravesar las cuatro esquinas.
Compro el pan, el periódico y disfruto de las últimas ráfagas de aire limpio de esta mañana de otoño. Abandono las calles antes de que el ajetreo las inunde, antes de que los coches pueblen las calzadas.
Me detengo para abrir la puerta.
¿Dónde están las mujeres en esta espléndida mañana de domingo?
Hace algún tiempo descubrí que el paseo matutino es uno de los placeres más baratos que te puedes permitir y llega un momento en que no puedes prescindir de la bocanada de aire fresco y el silencio de las calles vacías.
Enfilo la Alameda de Santa Eufemia sin cruzarme con nadie mientras observo apresuradamente los escaparates que surgen a mi paso.
A veces, en la parada del autobús me encuentro a algún personaje solitario y soñoliento, con la ropa del sábado arrugada. Imagino que ha despertado de una noche de pasión en una cama ajena y se retira a descansar con el aroma de otra piel aún pegada a la suya.
De pronto, en la rotonda del Instituto casi me paraliza la alarma. Soy hija de la transición y no puedo dejar de asustarme al ver congregada a mucha fuerza de orden público, lo del lechero que llama a tu puerta se quedará para otra generación. Concretamente, cuatro coches y una furgoneta de la guardia civil pusieron en marcha mi detector de problemas. ¿Qué habrá ocurrido? ¿Un atentado? ¿Una emergencia? Nada de eso, una mancha de color verde me indica que un número indeterminado de miembros de la benemérita hace cola en la churrería. No está mal atiborrarse de churros y chocolate antes de perseguir a los infractores de la ley y el orden.
Junto a la entrada de la Hacienda el Carmen se amontonan envases de hamburguesas y enormes vasos de refrescos con su cañita, la comida-basura que a su vez genera más basura.
Las calles continúan desiertas. Sólo me cruzo de vez en cuando con algún paseante de perro.
Al lado del ambulatorio, sentado en un banco, un anciano se apoya en el bastón. Me persiguen sus ojos cansados, la mirada insomne y triste.
La fuente de la rotonda de Aljarafesa refresca el incipiente bullicio. Unos chicos salen de la cafetería con estrépito. Portan una gran pancarta de la Cruzcampo y con voces roncas y embriagadas gritan: ¡Manifestación! ¡Manifestación! Una chica les hace fotos. Dos hombres cargados con el pan y el periódico se detienen, sonrientes, a contemplar la escena.
La acera del Hogar del Pensionista está alfombrada de cristales. ¿Habrán celebrado los jubilados una fiesta esta noche?
En los veladores del estanco un grupo de hombres conversa pertrechados de cafés. Me cruzo con una mujer que se apresura con su bolsa de churros.
La puerta de la Peña Bética es un hervidero de hombres que desayunan envueltos por el aroma espeso de la churrería. Una abundante clientela se amontona a la entrada.
El pueblo ya ha despertado, aunque no escuché los gallos al atravesar las cuatro esquinas.
Compro el pan, el periódico y disfruto de las últimas ráfagas de aire limpio de esta mañana de otoño. Abandono las calles antes de que el ajetreo las inunde, antes de que los coches pueblen las calzadas.
Me detengo para abrir la puerta.
¿Dónde están las mujeres en esta espléndida mañana de domingo?
Comentarios
La he recordado en la plaza buscando algún crío con la mirada para que fuese a buscar a mi abuelo al bar para decirle que la comida ya estaba, porque al bar ella no entraba.