Según todos los augurios, se presenta tormentosa la primera semana de la fase I de la desescalada.
He dedicado la mañana del domingo a meter y sacar el tendedero del patio al lavadero, del lavadero al patio. Se acerca una nube oscura, el tendedero al lavadero; se asoma el sol entre las nubes, al patio el tendedero.
Enjuago las mascarillas de los restos de lejía y las tiendo, después de recoger las que ya se habían secado. Los guantes continúan colgados. Los toco con precaución, por el temor a que la humedad se oculte entre los dedos.
La nueva normalidad debe ser algo parecido a mi mañana de domingo.
Cada día consulto la cifra de fallecimientos en la prensa digital, con el corazón acelerado. Mi ánimo sube o baja en función de la dichosa curva.
Y pienso en las vidas perdidas sin remedio, en las despedidas sin consuelo, en los duelos en soledad de cada isla.
Cada tarde camino por la franja que el sol calienta en mi patio y me obsesiono por capturar el penúltimo rayo.
Desde que nos permiten salir algunos ratos a pasear, corre un nuevo aliento por la isla. Nos alegramos de ver a lo lejos a personas conocidas a las que hablamos a gritos, desde la distancia.
Los habitantes de la isla pueden airearse por las calles y aparcar las disputas por el sillón de mimbre de la terraza.
Sin embargo, la incertidumbre es nuestra vecina más cercana. Nos acompaña día y noche, duerme a nuestro lado y puebla nuestras pesadillas.
Las tres mujeres jóvenes que habitan nuestra isla se enfrentan a un futuro incierto.
Las escucho bajar las escaleras a toda prisa y mi mente se pregunta: ¿dónde va a estas horas?, ¿con quién habrá quedado?
Al segundo se detienen mis pensamientos y recuerdan que no tienen ningún lugar al que dirigirse.
Los rosales, en sus macetas, han vuelto a florecer como cada mes de mayo. Me cuentan que esta primavera, las amapolas se han convertido en las dueñas absolutas de los campos.
Mientras permanezca el estado de alarma, nos hemos propuesto continuar con los aplausos a las ocho. Una golondrina sobrevuela el asfalto a pocos centímetros del suelo, poco antes de la hora, como si esperara el espectáculo.
Cada vez somos menos las que nos asomamos al balcón, cada vez cantamos con menos ímpetu. Pero no desistiremos mientras persista la pandemia y después, tendremos que sanar las heridas de este terrible naufragio.
PS: La foto pertenece a Carmen Martín, afortunada de vivir rodeada de amapolas.
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