Viajamos a Oporto ligeras
de equipaje. El vuelo se ha retrasado y llegamos de noche. Desde el avión, vemos
las luces de las avenidas, las farolas de los puentes que cruzan el río Duero,
que aquí llaman Douro.
Muchos años atrás, cuando
erais niñas pequeñas, visitamos el nacimiento de este mismo río en Duruelo de
la Sierra, provincia de Soria. Caminábamos con vosotras de la mano entre los
pinos negros de los Picos de Urbión, junto la Laguna Negra de Machado, cerca de
Vinuesa y Covaleda.
Suelo amar las ciudades a
las que llego de noche, porque el amanecer me sorprende, ya descansada, con una
luz inusual, colores desconocidos, aromas y sabores que estallan en mi paladar.
En Oporto, todas las
calles conducen al río Duero; bajan raudas por sinuosas callejuelas. Las
franquicias conviven con las tiendas tradicionales, mercerías y ferreterías con
sabor añejo.
Las gaviotas sobrevuelan
los tejados a dos aguas en el barrio de A Ribeira. Una se posa en la cabeza de la
estatua de Enrique el Navegante; otra, en la mano que indica el camino hacia el
oeste.
Las fachadas se cubren de
azulejos rojos, naranjas, verdes y sobre todo, azules con motivos florales.
Desde lejos, parecen mosaicos. Nada que ver con la moda que cubrió de baldosas
de cuarto de baño algunas casas andaluzas en los años setenta y que perpetraron
un auténtico delito estético.
El mar está muy cerca,
aunque solo lo vislumbremos un poco en su desembocadura, durante el crucero de
los seis puentes que ofertan a los turistas.
Cuelga la ropa tendida en
los balcones, sobre las terrazas de los restaurantes turísticos, en el
embarcadero de donde parten los barcos que navegan bajo los seis puentes.
A escasos metros de la Sé,
la inmensa catedral que corona la ciudad, un anciano se asoma a tender camisas
oscuras. Desde esta colina se divisa casi toda la ciudad y os indico las grúas
que salpican el paisaje urbano.
Oporto es una ciudad viva,
no solo un decorado para turistas. No hay aglomeraciones ni precios abusivos.
Los camareros muestran una exquisita cortesía. Se desenvuelven en un fluido
español y hacen gala de un inglés perfecto.
Nos sentimos un poco
catetas con nuestro inglés de academia. Percibimos a los habitantes del país
vecino más políglotas y abiertos al mundo. No entendemos cómo podemos vivir de
espaldas al territorio al que van a morir nuestros ríos, si el agua no entiende
de fronteras.
Hacemos fotos de los carteles
que anuncian la Huelga Internacional feminista del ocho de marzo. En la
televisión, debaten sobre los 20 años del Bloque de Izquierdas. El Mercado de
Bolhao se encuentra en proceso de restauración, pero en su enclave temporal han
instalado fotos de las pescaderas, carniceras y fruteras, mujeres como las nuestras.
Y mientras, en España, tenemos que volver a librar la batalla contra los
antiguos ogros renacidos.
Con vosotras, que habéis
crecido con la saga de Harry Potter, no queda otra alternativa que recorrer los
lugares que inspiraron a J.K. Rowling: una foto en la retorcida escalera de la
Livraria Lello o un refrigerio bajo los espejos manchados del Café Majestic.
Al atardecer, los gatos se
apostan en las esquinas. La atmósfera de Oporto adquiere un matiz mágico y es
fácil imaginar a J.K. Rowling recorriendo un callejón envuelto en la niebla.
Dos días escasos en esta
ciudad han bastado para sentirme atrapado por ella y desear regresar, algún día,
para atravesar de nuevo los puentes que cruzan el Douro. Mientras tanto, los
colores de Oporto permanecerán en mi retina.
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