He necesitado un periodo de
adaptación tras sufrir algo parecido a un jet lag climático. Una noche duermes
arropada por una manta, enfundada en tu pijama de invierno y la siguiente solo puedes
conciliar el sueño envuelta en aire acondicionado.
Subimos al norte buscando el
aire fresco, la humedad, el verde de los prados. Nos sentimos agotadas por del
calor y la aridez inhóspita de la tierra reseca.
En Asturias, nos alojamos en
Coaña, en una casa rural con vistas a un castro de la Edad de Hierro. Hace años
que no subimos al norte en verano. Por eso, este viaje me recuerda a otros
lejanos en el tiempo: la primera vez que viajé más allá de la meseta y mis
pupilas se quedaron pintadas de verde en plena canícula, al despertar en mi
litera del tren; otro verano en Asturias hace más de quince años y las niñas
jugando mientras cortaban el heno junto a la casa de Piloña; unas vacaciones en
Ziga, en el valle del Batzán, pues desde mi ventana también se veía un valle y
por la noche, solo algunas luces dispersas iluminaban el paisaje.
Recorremos los pueblos de la
costa: Luarca, Cudillero, Ortiguera, Puerto de Vega, Vievélez, Tapia de
Casariego…Incluso penetramos en Galicia por Ribadeo y paseamos por la playa de
las Catedrales con la bajamar.
Más allá de la pintoresca postal,
de las casas de colores trepando por la montaña, asomándose a los puertos
pesqueros, imaginamos la vida de estos pueblos en invierno, con el viento
azotando sin piedad y las olas devorando los muelles. Pensamos en las personas
mayores que habitan en calles empinadas e inaccesibles y en los cientos de
marineros que la mar ha cobrado como tributo.
En cada viaje constatamos
nuestra supina ignorancia. He fotografiado todos los tipos de nubes imaginables
sin ser capaz de nombrarlas: “¿cirros, cirrocúmulos, cirroestratos, altoestratos, altocúmulos,
estratos, estratocúmulos, nimboestratos, cúmulos y cumulonimbos?”. Me perdí esa
lección en el colegio y solo puedo describir cielos plomizos amenazando lluvia,
el “orbayu” pertinaz regando los huertos de Taramundi, nubes blancas como copos
de algodón surcando una mañana fresca, un escuadrón de nubes desfilando sobre
la Ría de Navia.
También insisto en la necesidad de ampliar mis
conocimientos de botánica, para poder llamar por su nombre a todos los árboles
que encuentro en el camino y las flores silvestres y desconocidas que salen a
mi paso.
Lejos de rutas trilladas, recorremos senderos
insospechados en Villayón, donde no conocen el concepto turismofobia y
agradecemos el auténtico pan de pueblo de Panadería Pérez, que untamos de queso
Gamonéu.
Regresamos atravesando Castilla-León y
Extremadura. Si ancha es Castilla, más extensa se nos hace Extremadura. Tras un
oasis de agua y frondosidad, atravesamos la tierra parda, seca, ardiendo bajo
un sol intransigente.
El camino es eterno. Para entretenerme voy
anotando los nombres de lugares que aparecen indicados en la autovía:
Faramontanos de Tábara, Morales del Vino, Peleas de Abajo, Villamor de los
Escuderos…
Pienso que no hay nada más hermoso que la
toponimia: Mozarbez, Arroyo Sanchituerto, Regato de las Cortinillas, Aldeanueva
de Baños…
Ojalá pudiera emular a Labordeta y recorrer el
país con mi mochila, detenerme a hablar con la gente, probar sus guisos,
deleitarme con las pastas, magdalenas o perrunillas propias de cada lugar.
Quizás, en otro viaje, antes de que nos golpeen
nuevas tragedias cercanas y sintamos rubor al compartir nuestras dichas.
Comentarios