Se
conmemora el 50 aniversario del IES San Fulgencio de Écija, en el
que estudié BUP y COU. Sin desmerecer los actos oficiales y las
declaraciones laudatorias, me gustaría aportar una visión
diferente, quizás un poco crítica sobre el tiempo y el escenario
que nos tocó vivir.
El
paso del tiempo apacigua los recuerdos y extiende una pátina dulzona
sobre la realidad. Cuentan los expertos que la memoria tiende a
guardar solo los buenos momentos del pasado como un recurso para
sobrevivir. Resiliencia denominan a la capacidad para sobreponerse a
situaciones adversas.
No
es que la “cándida adolescencia” constituya per se una etapa
dolorosa, pero con la distancia de los años nos queda el sabor de lo
joven y sano, por encima de todas las turbulencias vividas.
Nuestra
adolescencia en el instituto, en aquellos años de la transición,
fue, sin duda, cándida como todas, aunque convulsa como pocas.
El
24 de febrero de 1981, a primera hora de la mañana, el grupo de COU
de letras tenía examen de latín. La tarde antes, mientras traducía
a Horacio en la mesa camilla calentada por cisco-picón, mi padre
llegó con el gesto demudado: había oído en la radio que unos
guardias civiles habían entrado en el Congreso pistola en mano.
Aquel
24 de febrero, el profesor de latín no escuchó nuestras súplicas ni
atendió a nuestra falta de sueño. “Este país sigue siendo una
democracia”, aseveró al tiempo que nos entregaba un folio donde se
podía leer:
_”Quosque
tandem abutere, Catilina, patientia nostra? quam diu etiam furor iste
tuus nos eludet?”
A
mi generación le tocó vivir tiempos convulsos, aunque
esperanzadores. El instituto era una meta difícil de alcanzar para
quienes vivíamos en pueblos pequeños. El San Fulgencio, en aquel
entonces, acogía a todos los estudiantes de la comarca.
En
1º de BUP, los pocos estudiantes de La Luisiana veníamos en La
Alsina que hacía el recorrido diario Sevilla-Córdoba. El autobús
no se ajustaba al horario escolar, así que entrábamos con la
primera clase ya iniciada y partíamos antes de que finalizara la
última, ya noche cerrada en invierno. Si por algún motivo, nos
despistábamos, perdíamos el autobús y más de una vez tuvimos que
hacer autostop en el Pirula.
Tienes
14 años, vives en un pueblo pequeño de calles sin asfaltar. Llegas
tarde cada mañana, interrumpes, te miran, el profesor disimula,
pierdes media hora de clase. Por la tarde se repite la rutina:
recoges sin hacer ruido, la silla araña el suelo, los goznes de la
puerta se quejan de dolor, abandonas el aula en silencio.
Transcurrían varias horas desde la finalización de las clases de la mañana y
el comienzo de las vespertinas. Eran horas perdidas vagueando
por las calles de Écija. Mientras, nuestros compañeros y compañeras
residentes comían tranquilamente en sus casas, hacían los deberes,
estudiaban, se echaban la siesta antes de regresar, totalmente
descansados, a las clases de la tarde.
El
primer curso, tomábamos el almuerzo en el comedor escolar del
Colegio Cervantes, pero el segundo año cerró o no permitieron
continuar. Comenzó nuestro deambular por los parques vecinos para
tomarnos el bocadillo, las tardes interminables en los bancos junto
al río o los apuntes desplegados en el Bar Avenida cuando hacía
frío.
Al
siguiente curso, dada nuestra lastimosa situación, el instituto nos
proporcionó unas instalaciones para el almuerzo, con la condición
de que no podíamos salir ni dejar entrar a nadie durante las tres
horas no lectivas. Cualquiera puede imaginar lo que este tiempo puede
suponer para un grupo de diabólicas mentes adolescentes, la cantidad
de trastadas que se puede idear. No daré detalles, por si hay algún
delito que no haya prescristo.
Tanto
bocadillo me produjo una anemia contumaz por lo que tuve que optar
por un plato caliente en el Restaurante Vega Hermanos y un café en
el Avenida.
No
solo cuestiones de índole práctica diferenciaba a los foráneos. La
mayoría de nosotros estudiábamos con becas. Nuestro atuendo,
nuestro lenguaje, las expresiones que usábamos resultaban molestos a
otros estudiantes.
Aquellas
muchachas vestidas en boutiques de la avenida, portaban melenas
impecables y maquillajes sin tacha. Para mí era un misterio que
acudieran al instituto tan arregladas y sentía curiosidad por el
tiempo diario que dedicaban a ello.
Estaban
de moda los abrigos austriacos, tipo Loden, verdes, acompañados de
zapatos castellanos, que les daba un aire uniformado.
Y
allí estábamos los “caserillos” y “caserillas”, unidos como
una piña: estudiantes de Cañada Rosal, Fuentes, La Carlota, El
Rubio, Marinaleda, Fuente Carretero, Fuente Palmera, La Luisiana, El
Campillo,...
No
significa que entre foráneos y kikis no hubiera confluencia. Se
establecían numerosas amistades e incluso noviazgos. Los bancos del parque del
río pueden dar testimonio de ello.
Pero
para un grupo determinado de estudiantes, éramos extraños y así
nos lo hicieron saber.
Al
hecho que relataré, hoy en día lo llamaríamos acoso o bullying y
contiene, además, una buena dosis de sexismo. En la actualidad,
existen planes de convivencia y protocolos de actuación que los
centros están obligados a aplicar. Nadie tenía prevista esta
situación a finales de los años 70.
No
puedo precisar cuándo empezó el acoso, ni si hubo algún detonante.
Comenzamos a sufrir insultos y amenazas al quedarnos solas, en los
cambios de clase, sentadas en un banco del pasillo, en el patio.
Durante meses, no nos atrevimos a salir del instituto sin compañía
y nos hacíamos acompañar de amigos para comprar en la papelería.
Solo
la intervención de un grupo de profesores y profesoras, en su
mayoría también foráneos, puso fin a muchos meses de sufrimiento,
la expulsión de los acosadores y el injusto apercibimiento de las
acosadas, que al parecer nos teníamos que haber callado ante las
agresiones. Las muchachas respondonas y rebeldes siempre hemos estado
muy mal vistas socialmente.
Recuerdo
el gesto contrariado de la profesora que entró en mi clase a leer la
resolución. Se acercaba el verano y la luz entraba a raudales por
las ventanas. Aún me parece oír sus palabras mostrando su
desacuerdo con el escrito que sostenía en las manos, su mirada
buscando mis ojos,...
El
tiempo, los años transcurridos, te hace olvidar los detalles y
cierra las heridas. Pero las cicatrices perviven en la memoria de la
piel, que reacciona con punzadas de dolor cuando menos lo esperas.
Sin
duda, que un centro educativo público celebre su 50 aniversario, es
un motivo para la celebración. Éramos una minoría quienes pudimos
cursar estudios en los años setenta. Para quienes habitábamos en
pueblos pequeños suponía un gran esfuerzo personal y familiar,
aunque nunca dejásemos de sentirnos extraños, como de prestado, los
que venían de fuera.
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Un abrazo