Esta
tarde soleada de invierno vengo a dar las gracias. Son muchas las
tardes de estudio, exámenes, trabajos y sufridas tareas
estudiantiles, que he compartido con mis hijas. En contadas ocasiones
han supuesto deleite o placer, menos aún amor por el arte o la
literatura.
Por
ese motivo, hoy deseo mostrar mi gratitud. “Es de bien nacidos ser
agradecidos”, me enseñaron mis mayores.
Quiero
agradecer que la profesora de lengua de M. la motive para ir al
teatro, subiendo la nota por cada representación a la que asiste.
Quiero dar las gracias por los aplausos en obras de Molière, Bretch
o Shakespeare, por sus mejillas encendidas, por sus risas y sus ojos
al borde de las lágrimas, por las incursiones a los camerinos en pos
de un autógrafo.
Muestro
mi reconocimiento por animarlos a tuitear versos de Cernuda y
recorrer las calles de Sevilla cámara en ristre buscando las huellas
del poeta. Quiero dar las gracias por la calle Acetres, la calle
Aire, la Plaza del Pan y un azulejo de la Judería que recuerda que
allí hubo una vez un magnolio.
Quiero
agradecer especialmente “Lo que dejé por ti”, el poema que me
acercó M al final de la tarde de ayer.
-”Tengo
que hacer un comentario crítico”, me dijo.
Pensé
en la ropa sin planchar y un documento que aún tenía que estudiar.
Domingo por la tarde, el periódico aún intacto, la cena sin
preparar, …
-”Deja
que lo lea, este poema es muy fácil, M.”
Busqué
en la estantería mi viejo libro de literatura de Bachillerato. Un
almanaque hacía las veces de portada, bien conservada merced a su
forro de plástico. En el interior, la firma de mi primo que heredó
el libro, versos de Machado, consignas revolucionarias.
Dejé
por ti mis bosques, mi perdida
arboleda,
mis perros desvelados,
mis
capitales años desterrados
hasta
casi el invierno de la vida.
Se
lo abrí por la hoja en la que aparecía Alberti, recomendándole que
leyera su biografía. Salí del estudio agobiada. Me esperaban la
plancha, el documento, los boquerones sin freír.
Dejé
un temblor, dejé una sacudida,
un
resplandor de fuegos no apagados,
dejé
mi sombra en los desesperados
ojos
sangrantes de la despedida.
Al
rato la oí abrir la puerta y gritar desde el descansillo de la
escalera:
-¡EL
POETA ESTÁ TRISTE POR EL DESTIERRO, AÑORA SU PATRIA Y LE PIDE A
ROMA QUE LO COMPENSE POR TODO LO QUE HA PERDIDO! ¡QUÉ POEMA MÁS
BONITO, MAMÁAA!
Sonreí
con la plancha en la mano y desde entonces me persiguen estos versos:
Dejé
palomas tristes junto a un río,
caballos
sobre el sol de las arenas,
dejé
de oler la mar, dejé de verte.
Dejé
por ti todo lo que era mío.
Dame
tú, Roma, a cambio de mis penas,
tanto
como dejé para tenerte.
Mil
gracias...
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