Descansa sobre la estantería la guía de Perú. Permanece en el mismo lugar en que se quedó la noche antes de nuestra partida, olvidada, en silencio. No nos acompañó, no atravesó el océano, no se asomó al Pacífico ni subió al altiplano, no divisó los Andes nevados ni contempló el vuelo del cóndor en el Valle del Colca, no surcó las aguas plácidas del lago Titicaca. En este mundo digital, mantengo una relación analógica con las guías de viaje. Hasta que mis dedos no acarician sus hojas no me creo que parto de viaje. Solo entonces se hace realidad el lugar al que me dirijo. La forma de relacionarme con la guía tampoco es muy usual. La hojeo, repaso los lugares recomendados, la información de utilidad, algo de historia… Solo me dedico a leerla con detenimiento durante el viaje, en el bus, en la cama del hotel después de una visita. Esta vez se quedó en casa y un mes después de regresar de Perú, siento la tentación de alargar la mano y volver a recorrer Arequipa o Cusco a través ...