Para este viaje no necesitaba sombrero ni protección solar. En las alforjas, convertidas en grandes maletas, gorro y guantes de lana, camisetas, pantalones y calcetines térmicos. -Demasiado- pensaba yo con ingenuidad. Excesivo para el mes de agosto, por muy cerca del círculo polar ártico que se encontrara mi destino. Escaso, comprobé, al poco tiempo de pisar el país de hielo. Las sureñas, aunque odiadoras del calor extremo del estío, carecemos de la capacidad para calcular el frío que desata el viento del norte. Tampoco podemos adivinar que, en Islandia, el otoño comienza en agosto, aparecen las primeras hojas amarillas e incluso nieva en las montañas que rodean Akureyri, la capital del norte de Islandia. Con mi maleta repleta de inútiles camisetas de manga corta, viajé a esta isla de hielo y fuego, acompañada de un reciente y desconocido sentimiento de culpa gentrificadora e intentado reprimir el impulso de averiguar la huella de carbono. Antes de volar, desisto de aprender alguna p
En mis fotos del verano del 90 abundan el verde, el azul y un muchacho delgado con un ducado entre los dedos. El verde luminoso del norte de España me sorprendió al asomarme a la ventanilla del tren, después de bajar de la litera en la que había dormitado aquella noche mientras atravesábamos la meseta norte. Desperté entrando en Euskadi y mis pupilas se dilataron al comprobar que la península también se vestía de verde en verano, en contraste con los secos y amarillentos estíos del sur que yo estaba habituada a transitar. Con 27 años, solo había cruzado una vez Despeñaperros, para asistir a un Congreso en Madrid. - “Despeñaperros ya no es lo que era”. Mi amiga Ana, casada con un ferroviario con kilométrico, intentaba consolarme de mis frustradas ansias viajeras. Pero el verano del 90 llegó para cambiar mi vida, nuestras vidas. Yo había trabajado seis meses como maestra interina y, por primera vez, iba a cobrar el desempleo, por lo que no necesitaba ningún subempleo veraniego, ni caset