El día que mis ojos se posaron en Valdelarco cumplí un viejo sueño. Ante mí aparecieron, por fin, los tejados que trepan por el cerro sosteniendo la torre. Durante años, la imagen del pueblo onubense me saludaba al entrar en la estación del Prado como una promesa de felicidad. Un autobús te podía acercar a la tierra prometida, al pueblo encaramado en el cerro, al abrigo de las chimeneas, al calor del carbón de encina. Siendo estudiante, cada viernes pasaba delante del mural con la maleta a cuestas, repleta de ropa sucia y el domingo por la tarde regresaba con la misma maleta oliendo a suavizante, tortilla de patatas, filetes empanados. Mientras, me aguardaban en la estación las calles empinadas de Valdelarco. En la estación adquirí el concepto de la espera. Arrebujada en el abrigo, sentada en un banco de hierro, permanecía inalterable a los vientos que se daban cita entre las columnas y los andenes. Solo cabía sostener el libro, los apuntes, el periódico y leer mientras lleg...