Repaso mis notas de Marruecos. Normalmente, me acompaña un cuaderno de viaje, donde escribo pensamientos o ideas que me asaltan y pego tickets de metro o entradas de museos. Esta vez, el viaje es tan corto, que opto por un pequeño cuaderno, de hojas recicladas y forrado con una tela bordada que me regaló Lidia. Me resulta tan bonito que duele emborronarlo de tinta. Me decido a usarlo porque los cuadernos, como la vida, no existen para ser contemplados. En mi cuaderno no pude anotar la primera sensación del viaje: un incómodo hormigueo me subió por el estómago cuando el ferrry avistó el puerto de Tánger. Por primera vez pisaría África (Canarias no cuenta), tantas veces perseguida por la mirada desde las costas de Cádiz. Marruecos, tan cerca, tan lejos, pensaba que jamás alcanzaría sus playas. Por ello, no me importó embarcarme en un viaje de pocos días, con largos trayectos de cientos de kilómetros y un regreso incierto. En un viaje exprés, por un país, por un continente desc