Descansa sobre la estantería la guía de Perú. Permanece en el mismo lugar en que se quedó la noche antes de nuestra partida, olvidada, en silencio. No nos acompañó, no atravesó el océano, no se asomó al Pacífico ni subió al altiplano, no divisó los Andes nevados ni contempló el vuelo del cóndor en el Valle del Colca, no surcó las aguas plácidas del lago Titicaca.
En este mundo digital, mantengo una relación analógica con las guías de viaje. Hasta que mis dedos no acarician sus hojas no me creo que parto de viaje. Solo entonces se hace realidad el lugar al que me dirijo.
La forma de relacionarme con la guía tampoco es muy usual. La hojeo, repaso los lugares recomendados, la información de utilidad, algo de historia… Solo me dedico a leerla con detenimiento durante el viaje, en el bus, en la cama del hotel después de una visita.
Esta vez se quedó en casa y un mes después de regresar de Perú, siento la tentación de alargar la mano y volver a recorrer Arequipa o Cusco a través de la tinta y el papel. Quiero conocer más detalles sobre la Escuela cusqueña de Arte o sobre la vida de los Uros en sus islas flotantes del lago Titicaca.
Me enfrenté a este periplo con algunos temores. Instalada en la sexta década, me pregunto cuándo será mi último viaje, si mi cuerpo aguantará, si mi salud resistirá. Al hacer el equipaje, lo primero que preparo es el botiquín, con la medicación habitual más aquellas que pudieran solucionar un imprevisto.
El viaje a Perú suponía unas exigencias físicas extras: muchas horas de vuelo, dos semanas sin tregua y el temible mal de altura.
Finalmente, la hoja de coca en infusiones, caramelos o masticada, solucionó los problemas con el soroche. Aunque, por encima de los 3500 metros, subir cuestas suponía un auténtico suplicio, solo tuve que usar el oxígeno una vez, al llegar al hotel de Puno después de haber pasado demasiadas horas por encima de los 4.000 metros.
Siguiendo todas las recomendaciones alimentarias, solo tuve que usar el Fortasec en una ocasión, con lo cual podemos asegurar que he sobrevivido al viaje a Perú en pleno uso de mis facultades físicas y espero que también mentales.
Cuando piso un aeropuerto, mi mente suele poner el piloto automático del inglés. Al llegar a Lima, me quité el “sorry” y el “thanks” de la boca y me emocioné al escuchar el acento y leer palabras o nuevas acepciones que iba anotando en las notas del móvil, con la alegría de la neófita.
“Ciclovía
Paradero
Aparcadero
Botica
Tacho de basura”
La capital de Perú, con cielos eternamente grises, acoge al tercio de la población del país. La guía nos explica en la Plaza de Armas (todas las ciudades y pueblos tienen una plaza con este nombre), delante del palacio presidencial blindado con policía y ejército, que la presidenta Diana Boluarte tiene más de un 90% de impopularidad y que los últimos 4 presidentes están en prisión.
A mediados de octubre, un mes después de mi regreso, aún resuenan en mi cabeza las voces, las palabras, las bromas e incluso las ironías de las personas con las que habíamos entablado conversación, el acento quechua o aimara que aparecía en muchas de ellas.
Acaban de destituir a la odiada presidenta, aunque hay muchos recelos hacia el hombre que la ha sustituido.
La guía de viajes no advertía del caos del tráfico y que el vehículo siempre tiene prioridad. Nunca hay que atreverse a cruzar en un paso de peatones, porque los coches no se detendrán. Se puede producir un terrible atasco porque dos conductores han tenido desacuerdos en un cruce y bajan a dirimir el problema a base de puñetazos. Un trayecto de 80 kilómetros se puede traducir en más de dos horas interminables.
En el Altiplano, a más de 4000 metros, reasfaltan la carretera y los trabajadores deciden detener el tráfico en ambos sentidos durante hora y media: autobuses, camiones, furgonetas y coches forman una cola larguísima de conductores impacientes.
Por la vía interoceánica, una de las más importantes del país, transitan enormes camiones que transportan mineral o cemento desde Arequipa hasta el océano Pacífico, pero parece una carretera secundaria.
Nos sorprendemos al ver a los ciclistas subir por encima de los 4000 metros mientras nosotras, turistas aturdidas, apenas sobrevivimos al mal de altura.
Paramos en esta vía para contemplar los Andes nevados y tomar un mate de coca. Apenas cuatro casas junto a la carretera. Llamas y alpacas pastando libres, alguna vicuña a los lejos. Una de estas casas es una escuela.
L. acompaña a su madre, que regenta los baños en esta planicie andina. Con sus inmensos y risueños ojos negros, juega con las turistas y acepta fotos. Cuando tenga la edad, caminará cada día 8 kilómetros para ir y volver al colegio. Empieza a nevar. Nos cuentan que el año pasado, tres niños murieron de frío en estas montañas.
Mientras recorremos el país atravesamos pueblos y ciudades. En todos, exceptuando el centro de las poblaciones, los edificios y las casas están sin terminar, con los ladrillos de obra. Casas habitadas, con cortinas en las ventanas, con luces en las que se aprecia la calidez de un hogar, pero sin cemento ni pintura en las fachadas. Algunas, incluso muestran las vigas desnudas de una futura segunda planta.
Nos explican que de esta forma se pagan impuestos más bajos y se conceden las licencias de habitabilidad, aunque no se hayan acabado las obras. Las familias las construyen poco a poco con la ayuda de las amistades y el vecindario. Como en mi pueblo en los años 70 y 80, pienso.
Después de la pandemia, muchos pobladores de los Andes, han bajado a las ciudades grandes como Arequipa o Cusco con el deseo de hallar mejores recursos y las colinas de los alrededores cada vez albergan más edificios en construcción.
Estamos recorriendo un país sin terminar, calles de pueblos sin asfaltar, sin luz eléctrica o alcantarillado, con una grave crisis política y profundas desigualdades.
El próximo año habrá elecciones presidenciales y municipales. Los candidatos (todos hombres) se anuncian con pintadas gruesas en los muros: 2Vota a Fulano o Zetano, por Perú”, anuncian las paredes. También se anuncian los curanderos. De vez en cuando, aparecen dos palabras en negro sobre el fondo blanco: “Palestina Libre”.
En vallas publicitarias o en carteles A3, las municipalidades advierten contra la anemia e informan de los alimentos que aportan hierro. También hacen llamamientos a la población para realizar trabajos comunitarios.
El guía de Puno, durante la visita al lago Titicaca nos enseña un mapa de este espacio que Perú comparte con Bolivia. Nos habla de los mares de sal de ambos países, ricos en litio, un mineral ahora muy apreciado.
- “En Bolivia, con un gobierno de izquierdas, un gobierno comunista –recalca- están haciendo baterías de litio, están fabricando coches eléctricos. En Perú, el gobierno ha entregado la concesión a una empresa canadiense para que la explote y se lleve el dinero”
En Oropesa, las mujeres, con bolsas amarillas de plástico, ofrecen el afamado pan a los conductores que atraviesan el pueblo.
Todos los guías que nos acompañan durante dos semanas pasan de puntillas sobre Pizarro y la colonización. Entendemos que, al venir de España, creen que puede molestarnos el tema.
- “En Cusco son más nacionalistas”, nos advierten
Durante los días que visitamos Cusco y el Valle Sagrado nos acompañan el mismo chófer y el mismo guía. Entre ellos siempre hablan en quechua. Al guía se le nota que el español no es su primera lengua.
En la catedral de Cusco, nos muestra la estatua de Santiago Mataindios, a los pies del caballo agoniza un inca. Más adelante, en un cuadro que refleja la Santa Cena, el pintor quechua ha pintado sobre la mesa alimentos indígenas como el cui o el choclo. Los comensales tienen el rostro de quechuas, excepto Judas, que con la bolsa de monedas en la mano ha sido pintado con el rostro de Francisco Pizarro.
En Arequipa, los docentes estaban en huelga. Protestaban con una sentada en la escalinata de la catedral. Una de las maestras sostenía un cartel: “Igual trabajo, igual sueldo”.
En Aguascalientes (Machu-Pichu pueblo) nos encontramos con una movilización vecinal. Los pueblos de los alrededores protestan por la concesión de los autobuses que suben a la ciudad sagrada de los incas. Llevan una semana concentrados en la plaza del pueblo. Mujeres mayores cocinan la comida para todas las familias en ollas gigantescas. Tienen una caja de resistencia para aguantar la lucha. Cada día recorren las calles y cruzan los puentes gritando: “¡El pueblo unido jamás será vencido!”
Los niños, las niñas y los perros juegan libres por las calles incluso cuando ya ha anochecido.
Nuestra última noche en Perú, nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas de Cusco. A lo lejos, las montañas que rodean la ciudad estaban cubiertas de luces de casas con fachadas de ladrillos, edificios en construcción. De vez en cuando se oía el silbato de la policía intentando disuadir a los vendedores ambulantes. Un perro se tumba a nuestros pies.
Resuena en mis oídos la voz de Pau Donés cantando “por un beso de la flaca yo daría lo que fuera”. Esta canción nos ha perseguido durante el viaje, en el hilo musical o cantada en directo en locales y restaurantes. Un mes después del regreso, alargo la mano hacia la guía de viaje y canturreo:
“Por volver a Perú, yo daría lo que fuera”
Descansa sobre la estantería la guía de Perú. Permanece en el mismo lugar en que se quedó la noche antes de nuestra partida, olvidada, en silencio. No nos acompañó, no atravesó el océano, no se asomó al Pacífico ni subió al altiplano, no divisó los Andes nevados ni contempló el vuelo del cóndor en el Valle del Colca, no surcó las aguas plácidas del lago Titicaca.
En este mundo digital, mantengo una relación analógica con las guías de viaje. Hasta que mis dedos no acarician sus hojas no me creo que parto de viaje. Solo entonces se hace realidad el lugar al que me dirijo.
La forma de relacionarme con la guía tampoco es muy usual. La hojeo, repaso los lugares recomendados, la información de utilidad, algo de historia… Solo me dedico a leerla con detenimiento durante el viaje, en el bus, en la cama del hotel después de una visita.
Esta vez se quedó en casa y un mes después de regresar de Perú, siento la tentación de alargar la mano y volver a recorrer Arequipa o Cusco a través de la tinta y el papel. Quiero conocer más detalles sobre la Escuela cusqueña de Arte o sobre la vida de los Uros en sus islas flotantes del lago Titicaca.
Me enfrenté a este periplo con algunos temores. Instalada en la sexta década, me pregunto cuándo será mi último viaje, si mi cuerpo aguantará, si mi salud resistirá. Al hacer el equipaje, lo primero que preparo es e
l botiquín, con la medicación habitual más aquellas que pudieran solucionar un imprevisto.
El viaje a Perú suponía unas exigencias físicas extras: muchas horas de vuelo, dos semanas sin tregua y el temible mal de altura.
Finalmente, la hoja de coca en infusiones, caramelos o masticada, solucionó los problemas con el soroche. Aunque, por encima de los 3500 metros, subir cuestas suponía un auténtico suplicio, solo tuve que usar el oxígeno una vez, al llegar al hotel de Puno después de haber pasado demasiadas horas por encima de los 4.000 metros.
Siguiendo todas las recomendaciones alimentarias, solo tuve que usar el Fortasec en una ocasión, con lo cual podemos asegurar que he sobrevivido al viaje a Perú en pleno uso de mis facultades físicas y espero que también mentales.
Cuando piso un aeropuerto, mi mente suele poner el piloto automático del inglés. Al llegar a Lima, me quité el “sorry” y el “thanks” de la boca y me emocioné al escuchar el acento y leer palabras o nuevas acepciones que iba anotando en las notas del móvil, con la alegría de la neófita.
“Ciclovía
Paradero
Aparcadero
Botica
Tacho de basura”
La capital de Perú, con cielos eternamente grises, acoge al tercio de la población del país. La guía nos explica en la Plaza de Armas (todas las ciudades y pueblos tienen una plaza con este nombre), delante del palacio presidencial blindado con policía y ejército, que la presidenta Diana Boluarte tiene más de un 90% de impopularidad y que los últimos 4 presidentes están en prisión.
A mediados de octubre, un mes después de mi regreso, aún resuenan en mi cabeza las voces, las palabras, las bromas e incluso las ironías de las personas con las que habíamos entablado conversación, el acento quechua o aimara que aparecía en muchas de ellas.
Acaban de destituir a la odiada presidenta, aunque hay muchos recelos hacia el hombre que la ha sustituido.
La guía de viajes no advertía del caos del tráfico y que el vehículo siempre tiene prioridad. Nunca hay que atreverse a cruzar en un paso de peatones, porque los coches no se detendrán. Se puede producir un terrible atasco porque dos conductores han tenido desacuerdos en un cruce y bajan a dirimir el problema a base de puñetazos. Un trayecto de 80 kilómetros se puede traducir en más de dos horas interminables.
En el Altiplano, a más de 4000 metros, reasfaltan la carretera y los trabajadores deciden detener el tráfico en ambos sentidos durante hora y media: autobuses, camiones, furgonetas y coches forman una cola larguísima de conductores impacientes.
Por la vía interoceánica, una de las más importantes del país, transitan enormes camiones que transportan mineral o cemento desde Arequipa hasta el océano Pacífico, pero parece una carretera secundaria.
Nos sorprendemos al ver a los ciclistas subir por encima de los 4000 metros mientras nosotras, turistas aturdidas, apenas sobrevivimos al mal de altura.
Paramos en esta vía para contemplar los Andes nevados y tomar un mate de coca. Apenas cuatro casas junto a la carretera. Llamas y alpacas pastando libres, alguna vicuña a los lejos. Una de estas casas es una escuela.
L acompaña a su madre, que regenta los baños en esta planicie andina. Con sus inmensos y risueños ojos negros, juega con las turistas y acepta fotos. Cuando tenga la edad, caminará cada día 8 kilómetros para ir y volver al colegio. Empieza a nevar. Nos cuentan que el año pasado, tres niños murieron de frío en estas montañas.
Mientras recorremos el país atravesamos pueblos y ciudades. En todos, exceptuando el centro de las poblaciones, los edificios y las casas están sin terminar, con los ladrillos de obra. Casas habitadas, con cortinas en las ventanas, con luces en las que se aprecia la calidez de un hogar, pero sin cemento ni pintura en las fachadas. Algunas, incluso muestran las vigas desnudas de una futura segunda planta.
Nos explican que de esta forma se pagan impuestos más bajos y se conceden las licencias de habitabilidad, aunque no se hayan acabado las obras. Las familias las construyen poco a poco con la ayuda de las amistades y el vecindario. Como en mi pueblo en los años 70 y 80, pienso.
Después de la pandemia, muchos pobladores de los Andes, han bajado a las ciudades grandes como Arequipa o Cusco con el deseo de hallar mejores recursos y las colinas de los alrededores cada vez albergan más edificios en construcción.
Estamos recorriendo un país sin terminar, calles de pueblos sin asfaltar, sin luz eléctrica o alcantarillado, con una grave crisis política y profundas desigualdades.
El próximo año habrá elecciones presidenciales y municipales. Los candidatos (todos hombres) se anuncian con pintadas gruesas en los muros: 2Vota a Fulano o Zetano, por Perú”, anuncian las paredes. También se anuncian los curanderos. De vez en cuando, aparecen dos palabras en negro sobre el fondo blanco: “Palestina Libre”.
En vallas publicitarias o en carteles A3, las municipalidades advierten contra la anemia e informan de los alimentos que aportan hierro. También hacen llamamientos a la población para realizar trabajos comunitarios.
El guía de Puno, durante la visita al lago Titicaca nos enseña un mapa de este espacio que Perú comparte con Bolivia. Nos habla de los mares de sal de ambos países, ricos en litio, un mineral ahora muy apreciado.
- “En Bolivia, con un gobierno de izquierdas, un gobierno comunista –recalca- están haciendo baterías de litio, están fabricando coches eléctricos. En Perú, el gobierno ha entregado la concesión a una empresa canadiense para que la explote y se lleve el dinero”
En Oropesa, las mujeres, con bolsas amarillas de plástico, ofrecen el afamado pan a los conductores que atraviesan el pueblo.
Todos los guías que nos acompañan durante dos semanas pasan de puntillas sobre Pizarro y la colonización. Entendemos que, al venir de España, creen que puede molestarnos el tema.
- “En Cusco son más nacionalistas”, nos advierten
Durante los días que visitamos Cusco y el Valle Sagrado nos acompañan el mismo chófer y el mismo guía. Entre ellos siempre hablan en quechua. Al guía se le nota que el español no es su primera lengua.
En la catedral de Cusco, nos muestra la estatua de Santiago Mataindios, a los pies del caballo agoniza un inca. Más adelante, en un cuadro que refleja la Santa Cena, el pintor quechua ha pintado sobre la mesa alimentos indígenas como el cui o el choclo. Los comensales tienen el rostro de quechuas, excepto Judas, que con la bolsa de monedas en la mano ha sido pintado con el rostro de Francisco Pizarro.
En Arequipa, los docentes estaban en huelga. Protestaban con una sentada en la escalinata de la catedral. Una de las maestras sostenía un cartel: “Igual trabajo, igual sueldo”.
En Aguascalientes (Machu-Pichu pueblo) nos encontramos con una movilización vecinal. Los pueblos de los alrededores protestan por la concesión de los autobuses que suben a la ciudad sagrada de los incas. Llevan una semana concentrados en la plaza del pueblo. Mujeres mayores cocinan la comida para todas las familias en ollas gigantescas. Tienen una caja de resistencia para aguantar la lucha. Cada día recorren las calles y cruzan los puentes gritando: “¡El pueblo unido jamás será vencido!”
Los niños, las niñas y los perros juegan libres por las calles incluso cuando ya ha anochecido.
Nuestra última noche en Perú, nos sentamos en un banco de la Plaza de Armas de Cusco. A lo lejos, las montañas que rodean la ciudad estaban cubiertas de luces de casas con fachadas de ladrillos, edificios en construcción. De vez en cuando se oía el silbato de la policía intentando disuadir a los vendedores ambulantes. Un perro se tumba a nuestros pies.
Resuena en mis oídos la voz de Pau Donés cantando “por un beso de la flaca yo daría lo que fuera”. Esta canción nos ha perseguido durante el viaje, en el hilo musical o cantada en directo en locales y restaurantes. Un mes después del regreso, alargo la mano hacia la guía de viaje y canturreo:
“Por volver a Perú, yo daría lo que fuera”
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