En mis fotos del verano del 90 abundan el verde, el azul y un muchacho delgado con un ducado entre los dedos.
El verde luminoso del norte de España me sorprendió al asomarme a la ventanilla del tren, después de bajar de la litera en la que había dormitado aquella noche mientras atravesábamos la meseta norte. Desperté entrando en Euskadi y mis pupilas se dilataron al comprobar que la península también se vestía de verde en verano, en contraste con los secos y amarillentos estíos del sur que yo estaba habituada a transitar.
Con 27 años, solo había cruzado una vez Despeñaperros, para asistir a un Congreso en Madrid.
- “Despeñaperros ya no es lo que era”.
Mi amiga Ana, casada con un ferroviario con kilométrico, intentaba consolarme de mis frustradas ansias viajeras.
Pero el verano del 90 llegó para cambiar mi vida, nuestras vidas.
Yo había trabajado seis meses como maestra interina y, por primera vez, iba a cobrar el desempleo, por lo que no necesitaba ningún subempleo veraniego, ni casetas de feria, ni largas jornadas de clases particulares.
C., también interino, se presentaba a sus oposiciones. Yo, por enésima vez, sin esperanza alguna, volvía a intentarlo con las mías.
Él superó las suyas, según lo previsto. Y yo, sin ninguna expectativa, aprobé el primer examen y tuve que pedir que me enviaran los apuntes amarillentos de la segunda prueba con el chófer del autobús del pueblo. Pasé el segundo y corrí a la biblioteca pública a fotocopiar BOJAS para actualizar la legislación del último examen.
C. y yo habíamos planeado viajar a Lisboa aquel verano del 90 y yo había adquirido en una librería “Un invierno en Lisboa” de un autor novel llamado Antonio Muñoz Molina e “Historia del cerco de Lisboa” del portugués José Saramago.
En aquel viaje iniciático nos acompañaban dos mochilas enormes, cargadas con sacos de dormir, esterillas y una pesada tienda de campaña canadiense que el señor Diógenes me ha impedido tirar a la basura.
Ese verano salté desde un tren en marcha en Atocha porque nuestro enlace estaba a punto de partir. Me desollé las rodillas al caerme cruzando las vías.
Aprendí a instalar el puzle de la canadiense sin la más mínima arruga - Me río yo de las instrucciones de los muebles de Ikea- y a desmontarla a toda prisa bajo la inclemente lluvia del estío vasco.
Me enamoré de la isla de Santa Clara, de la gente norteña, de los montes Igueldo y Urgull, guardianes protectores de la bahía de La Concha.
Recorrimos en autobús un Bilbao aún sucio y gris para arribar a un Santander, con playas de césped hasta la orilla del mar y la imponente península de la Magdalena.
Caí rendida a los pies de la literatura de Muñoz Molina al abrir “Invierno en Lisboa” y descubrir que la historia se desarrollaba en San Sebastián.
Nadie habría pronosticado que la niña que no conoció el mar hasta los catorce años, no dejaría de tachar nombres de destinos viajeros desde aquel verano del 90, el verano de nuestras vidas.
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Me has trasladado allí, Pepa.