La primera vez que pisé Venecia lo hice por mar y en verano. La ciudad surgió de la laguna como por arte de magia. La Plaza de San Marcos con la basílica, el Palacio Ducal y el Campanile emergieron de pronto de entre las aguas. En esta ocasión, viajo desde el aeropuerto de Treviso, en autobús y tranvía, al final del segundo otoño pandémico. Escribió Thomas Mann en “Muerte en Venecia”: “llegar a Venecia por tierra, desde la estación, era como entrar en un palacio por la puerta de servicio.”
Por la puerta de servicio de Ferrovia, los turistas arrastran maletas y atraviesan el puente de la Constitución, donde tres gaviotas se disputan unas patatas fritas, ajenas al trasiego que las rodea; la gente sube y baja de los vaporettos, corren a la estación para tomar el
tren o hacia las paradas de autobuses de Piazale Roma.
Desde muy temprano, numerosas embarcaciones recorren el Gran Canal. Algunas transportan grúas, otras, sacos de cemento. Venecia está en obras. Andamios y mallas cubren edificios y palacios, en callejas, canales e incluso a la mismísima Basílica de San Marcos.
Navegan a gran velocidad las ambulancias y las lanchas patrulleras. En una de ellas imagino al comisario Brunetti, protagonista de las novelas de Donna León, desplazándose por la ciudad.
La línea 1 del vaporetto traza una inmensa S por las tripas de Venecia. Realiza innumerables paradas en la que turistas y residentes entran o se apean. La parada del puente Rialto es una de las más concurridas. Las turistas toman fotos del puente mientras las vecinas permanecen sentadas, la mirada al frente, el carro de la compra o el bolso bien apretado.
Hace frío. La humedad corroe la ciudad de los canales. El acqua alta hace su aparición una mañana. Botas de agua calzan los habitantes, habituados a estos menesteres, entran en el supermercado, caminan hasta el trabajo. Las turistas se proveen de botas de plástico de colores por valor de 10 euros y con ellas caminan entre las aguas y graban vídeos tomando cappuccino en una piazza inundada.
Han engalanado con decoración navideña algunas calles, un árbol en la Plaza de San Marcos, aunque muy lejos de la ostentación de otras localidades. Venecia es intrínsecamente ostentosa, no necesita colgaduras ni guirnaldas, pero tampoco vendría mal una humilde farola en algún callejón tenebroso.
El solsticio de invierno se aproxima. La ciudad se sumerge en la oscuridad poco después de las cinco de la tarde. La laguna se transforma en un gigante pozo negro. Las turistas deambulan al amparo de las sombras, buscan refugio en las cafeterías y restaurantes. Las tiendas de regalos permanecen abiertas. Los puestos callejeros de fruta, coloridos y apetitosos, cerraron antes del atardecer.
Si amanece un día soleado, se divisan los Alpes nevados, el azul del cielo es tan intenso y la luz tan clara, que entiendes que en este país surgiera el Renacimiento.
-Green pass, Green pass!- te requieren a cada paso. Para tomar un café, cenar, acceder a un museo o utilizar el transporte público es preciso mostrar el QR con el certificado de vacunación.
El turismo de mascarilla se instala en la ciudad en gran cantidad, aunque sin acercarse a las hordas que arrasaban los canales hace dos años. La crisis de la Covid nos inoculó también el miedo a contraer la enfermedad y quedar confinada en un país extranjero.
Pero lejos del bullicio de San Marcos y sus calles aledañas, hay plazas donde los niños juegan al fútbol y las vecinas charlan al sol. En el barrio judío, el primer guetto del mundo, hay restaurantes kosher y escaparates con pan ácimo. Grupos de amigas toman Campari en una terraza junto a un canal. Una anciana lee un libro en la puerta de su casa sentada en su andador. En la cola del supermercado, una mujer te cuenta su viaje a Andalucía. Ella habla italiano, tú español, pero os entendéis a la perfección. Un vendedor se despide con el deseo de que el Venecia Fútbol Club y el Real Betis Balompié se enfrenten en la Champion. Siempre en nuestro recuerdo, el chófer de autobús que prestó una gran ayuda a un viajero.
Durante los primeros meses de la pandemia, cuando Italia se convirtió en zona cero del virus, nos quedábamos hipnotizadas frente al televisor, mirando las imágenes del país desierto, las calles y las plazas en silencio, los canales vacíos, las góndolas y lanchas inmóviles, el festival de Venecia sin público, las noticias sobre los miles de féretro en Bérgamo. En aquel momento, cuando no enfrentábamos a la mayor de las incertidumbres, regresar a Italia se convirtió en un acuciante deseo. Se hizo realidad gracias a millones de vacunas, la puerta de servicio y una tonta canción de Hombres G.
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