Este relato fue premiado en el certamen organizado para el conmemorar el Día Internacional de la Mujer en la Campana (Sevilla)
Los pasillos del instituto aún permanecían a oscuras. Las paredes salpicadas de huellas de zapatos y botas deportivas. El olor a desinfectante impregnaba el aire gélido de la mañana. Sintió mareos. Apenas había desayunado: un sorbo de leche, un bocado de dónut. Su padre la había mirado de reojo mientras se tomaba el café, de pie junto al fregadero.
Había salido de casa más temprano que ningún día. No deseaba tropezar con nadie de camino a clase. Apresuró el paso indagando las sombras. Llegó al instituto cuando el día se despertaba y se coló por una puerta lateral. El silencio envolvía el viejo edificio de ladrillo. Ese silencio, esa quietud eran lo que Sara buscaba.
La noche anterior se había dormido de madrugada, derrotada por el llanto, intentando ahogar los sollozos contra la almohada. Tuvo que apagar el teléfono móvil. Adrián no paraba de enviarle mensajes y audios. Hacía semanas que se sentía abrumada, pero la carta la hizo derrumbarse.
Entró en clase. Un escalofrío bajó por su espalda, recorriéndole la columna vertebral. Ella se sentaba en la penúltima fila, Adrián en la última. Aunque apenas había asistido a clase durante el mes de enero, nadie ocupaba su sitio. Lola siempre había sido su compañera, desde Infantil o quizás antes, desde la guardería. Cuando empezó a salir con Adrián se habían distanciado y este curso no se sentaban juntas. Al principio, no la echó de menos. Lola era una maldita empollona, una perfeccionista que se mataba a estudiar. Sara no era mala estudiante, pero no tan constante como Lola. Con el paso de los días, notaba que le faltaba el acicate de su amiga para sentarse a estudiar.
A pesar del frío que se había adueñado de sus relaciones, notaba que su amiga no la perdía de vista. La seguía con la mirada, prestaba atención a sus palabras y se tensaba cuando la oía discutir con su novio.
Se sentó en su silla de pala. Dejó la mochila en el suelo e intentó entrar en calor anudándose la bufanda. Se miró las manos. Las tenía rojas por el frío. Su abuela le había comprado unos guantes de lana, pero a ella le parecía un atuendo infantil y prefería frotárselas constantemente para entrar en calor.
En el bolsillo de la chaqueta reposaba el sobre de color rosa que había encontrado la tarde anterior. Imaginaba que Lola lo había introducido allí mientras ella había ido al servicio, aprovechando que Adrián tampoco había asistido a clase el día anterior. Lo sacó del bolsillo y lo abrió. El folio blanco escrito con la tinta violeta y la letra redonda de su amiga mostraba las huellas de las lágrimas vertidas por Sara. Aunque la había leído tantas veces que la sabía de memoria, no se resistió a leerla de nuevo.
Hola, amiga:
Solo quiero contarte cuánto te echo de menos. En los cambios de clase ya no te escapas conmigo al servicio, las dos cogidas de la mano, riendo como pavas para fumar un pitillo a escondidas. Ahora te dedicas a enviar mensajes a tu Adrián y ni siquiera me diriges la mirada.
Durante el recreo permaneces sola y aburrida en un banco. Apenas comes. Ya no te tientan mis bocadillos de tortilla. No te acercas a conversar con la panda. Carmen me asegura que no va a opinar sobre tu novio, por mal que le caiga. Si es necesario, le diré a los chicos que no se reúnan con nosotras, para que Adrián no se ponga celoso. Me gustaría que volvieras de reírte, a contar chistes malos y a cantar la última canción de Rosalía.
Apenas te reconozco. Ya no pareces la niña divertida, que se pasaba el día cantando y bailando. Te veo mustia y apagada, como si te hubieran robado la alegría. Una vez me pareció ver un moratón en tu rostro y me asusté tanto que estuve a punto de hablar con Blanca, la profe de inglés, ya sabes, la de Igualdad. Pero tú me juraste una y otra vez que te habías golpeado con la puerta del baño…
Te echo de menos, amiga. Hasta hace poco, volvíamos juntas a casa y nos demorábamos charlando por el camino. Nos atiborrábamos de chuches y refrescos antes del almuerzo y al llegar no nos podíamos comer el puchero.
Las chicas del equipo de voleibol también te echan de menos. Eres nuestra mejor jugadora. Desde que nos dejaste no ganamos ni un partido.
Quiero que confíes en mí de nuevo. Ya sé que tu novio no quiere que salgas conmigo, pero yo siempre estaré aquí para ti. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, siempre nos poníamos de acuerdo para enfermar al mismo tiempo. Nuestras familias se organizaban para cuidarnos. A ti te encantaba venir a mi casa porque mi padre preparaba una deliciosa sopa de pollo. No te lo creerás, pero echo de menos las noches en que dormíamos juntas, sudando la fiebre, tan calentitas debajo del edredón con nuestros pijamas de unicornio.
Te esperaré siempre, amiga. Estaré en el recreo, en la cafetería, a la salida del instituto, al otro lado del teléfono. Cuando me necesites, solo tienes que coger mi mano y yo te sostendré. Porque tú y yo, juntas, somos invencibles.
Te quiero, amiga.
Escuchó pasos por el pasillo. Pronto empezarían las clases y el aula se llenaría de caras conocidas. Introdujo con cuidado la carta en el sobre y lo guardó en una carpeta dentro de la mochila. Cogió un pañuelo de papel y se limpió las lágrimas. Encendió el móvil y empezó a vibrar de un modo compulsivo. Le temblaban las manos. En la pantalla, decenas de mensajes y llamadas de Adrián. Dudó un momento, pero entonces lo sintió:
una presencia cálida a su espalda, una mano sobre su hombro, un olor amable.
Tomó aliento, respiró hondo, puso su dedo sobre el contacto de Adrián y pulsó la opción “añadir a la lista negra”.
Lo había bloqueado. Aún no lo creía. No sabía cómo había obtenido fuerzas para ello. Lola se sentó a su lado. Había mucho ruido en el aula, aunque a ella le parecía oírlo desde muy lejos.
- ¿Qué asignatura tenemos a primera hora?
- Matemáticas.
- No sé si podré resistirlo.
-Seguro que sí. Será difícil, pero ya has dado el primer paso.
Sara se agachó hacia la mochila. Sacó el libro, el cuaderno y un estuche decorado con unicornios.
Había salido de casa más temprano que ningún día. No deseaba tropezar con nadie de camino a clase. Apresuró el paso indagando las sombras. Llegó al instituto cuando el día se despertaba y se coló por una puerta lateral. El silencio envolvía el viejo edificio de ladrillo. Ese silencio, esa quietud eran lo que Sara buscaba.
La noche anterior se había dormido de madrugada, derrotada por el llanto, intentando ahogar los sollozos contra la almohada. Tuvo que apagar el teléfono móvil. Adrián no paraba de enviarle mensajes y audios. Hacía semanas que se sentía abrumada, pero la carta la hizo derrumbarse.
Entró en clase. Un escalofrío bajó por su espalda, recorriéndole la columna vertebral. Ella se sentaba en la penúltima fila, Adrián en la última. Aunque apenas había asistido a clase durante el mes de enero, nadie ocupaba su sitio. Lola siempre había sido su compañera, desde Infantil o quizás antes, desde la guardería. Cuando empezó a salir con Adrián se habían distanciado y este curso no se sentaban juntas. Al principio, no la echó de menos. Lola era una maldita empollona, una perfeccionista que se mataba a estudiar. Sara no era mala estudiante, pero no tan constante como Lola. Con el paso de los días, notaba que le faltaba el acicate de su amiga para sentarse a estudiar.
A pesar del frío que se había adueñado de sus relaciones, notaba que su amiga no la perdía de vista. La seguía con la mirada, prestaba atención a sus palabras y se tensaba cuando la oía discutir con su novio.
Se sentó en su silla de pala. Dejó la mochila en el suelo e intentó entrar en calor anudándose la bufanda. Se miró las manos. Las tenía rojas por el frío. Su abuela le había comprado unos guantes de lana, pero a ella le parecía un atuendo infantil y prefería frotárselas constantemente para entrar en calor.
En el bolsillo de la chaqueta reposaba el sobre de color rosa que había encontrado la tarde anterior. Imaginaba que Lola lo había introducido allí mientras ella había ido al servicio, aprovechando que Adrián tampoco había asistido a clase el día anterior. Lo sacó del bolsillo y lo abrió. El folio blanco escrito con la tinta violeta y la letra redonda de su amiga mostraba las huellas de las lágrimas vertidas por Sara. Aunque la había leído tantas veces que la sabía de memoria, no se resistió a leerla de nuevo.
Hola, amiga:
Solo quiero contarte cuánto te echo de menos. En los cambios de clase ya no te escapas conmigo al servicio, las dos cogidas de la mano, riendo como pavas para fumar un pitillo a escondidas. Ahora te dedicas a enviar mensajes a tu Adrián y ni siquiera me diriges la mirada.
Durante el recreo permaneces sola y aburrida en un banco. Apenas comes. Ya no te tientan mis bocadillos de tortilla. No te acercas a conversar con la panda. Carmen me asegura que no va a opinar sobre tu novio, por mal que le caiga. Si es necesario, le diré a los chicos que no se reúnan con nosotras, para que Adrián no se ponga celoso. Me gustaría que volvieras de reírte, a contar chistes malos y a cantar la última canción de Rosalía.
Apenas te reconozco. Ya no pareces la niña divertida, que se pasaba el día cantando y bailando. Te veo mustia y apagada, como si te hubieran robado la alegría. Una vez me pareció ver un moratón en tu rostro y me asusté tanto que estuve a punto de hablar con Blanca, la profe de inglés, ya sabes, la de Igualdad. Pero tú me juraste una y otra vez que te habías golpeado con la puerta del baño…
Te echo de menos, amiga. Hasta hace poco, volvíamos juntas a casa y nos demorábamos charlando por el camino. Nos atiborrábamos de chuches y refrescos antes del almuerzo y al llegar no nos podíamos comer el puchero.
Las chicas del equipo de voleibol también te echan de menos. Eres nuestra mejor jugadora. Desde que nos dejaste no ganamos ni un partido.
Quiero que confíes en mí de nuevo. Ya sé que tu novio no quiere que salgas conmigo, pero yo siempre estaré aquí para ti. Recuerdo que cuando éramos pequeñas, siempre nos poníamos de acuerdo para enfermar al mismo tiempo. Nuestras familias se organizaban para cuidarnos. A ti te encantaba venir a mi casa porque mi padre preparaba una deliciosa sopa de pollo. No te lo creerás, pero echo de menos las noches en que dormíamos juntas, sudando la fiebre, tan calentitas debajo del edredón con nuestros pijamas de unicornio.
Te esperaré siempre, amiga. Estaré en el recreo, en la cafetería, a la salida del instituto, al otro lado del teléfono. Cuando me necesites, solo tienes que coger mi mano y yo te sostendré. Porque tú y yo, juntas, somos invencibles.
Te quiero, amiga.
Escuchó pasos por el pasillo. Pronto empezarían las clases y el aula se llenaría de caras conocidas. Introdujo con cuidado la carta en el sobre y lo guardó en una carpeta dentro de la mochila. Cogió un pañuelo de papel y se limpió las lágrimas. Encendió el móvil y empezó a vibrar de un modo compulsivo. Le temblaban las manos. En la pantalla, decenas de mensajes y llamadas de Adrián. Dudó un momento, pero entonces lo sintió:
una presencia cálida a su espalda, una mano sobre su hombro, un olor amable.
Tomó aliento, respiró hondo, puso su dedo sobre el contacto de Adrián y pulsó la opción “añadir a la lista negra”.
Lo había bloqueado. Aún no lo creía. No sabía cómo había obtenido fuerzas para ello. Lola se sentó a su lado. Había mucho ruido en el aula, aunque a ella le parecía oírlo desde muy lejos.
- ¿Qué asignatura tenemos a primera hora?
- Matemáticas.
- No sé si podré resistirlo.
-Seguro que sí. Será difícil, pero ya has dado el primer paso.
Sara se agachó hacia la mochila. Sacó el libro, el cuaderno y un estuche decorado con unicornios.
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