De sobras es conocida mi ancestral animadversión al verano, a las tardes infinitas de siestas insomnes, solo mitigadas por los continuos paseos a la cocina en busca del penúltimo helado, dos pastitas de té, una onza de chocolate, un puñadito de almendras.
Solo amortiguan el insoportable estío sevillano las novelas gruesas, las piscinas con sabor a cloro o las guías de viaje, soñando con organizar maletas, desde que mi economía se lo puede costear.
Como mujer precavida, planifico los viajes con mucha antelación, ya sea dentro de España o allende las fronteras. Para no tener problemas de alta ocupación, reservé un apartamento en la Costa Brava y otro en la Val d’Aran, el diez de enero. Porque se me puede acusar de muchas cosas, pero nunca de procrastinar.
Y heme aquí, varada al odioso verano, como una prolongación del confinamiento, desescalando en fase 1, con un paseo a primera hora de la mañana y otro al final de la tarde.
Como ventaja, este año os ahorraré el reportaje de fotos en el Facebook y la tradicional crónica de viajes. No os podré hablar de la sombra de Walter Benjamin arrastrando la maleta por las calles de Port Bou, ni del eco de la voz de Ana Ruiz, preguntando por el retorno a Sevilla cerca del cementerio de Collioure, donde continúa enterrada junto a su hijo Antonio.
Solo, de vez en cuando, he publicado alguna imagen en Instagram de escapadas a paraísos cercanos, disfrutando del turismo rural o las playas de Cádiz y Huelva. Afortunada, sin duda, frente a los cientos de miles, quizás millones de personas que se debaten entre la precariedad, el desempleo, el ERTE que no llega o el Ingreso Mínimo Vital, que no terminan de cobrar.
Mientras, las noches se pueblan de pesadillas con la vuelta al colegio. Unas veces, trasladan mi clase al SUM (Salón de Usos Múltiples) sin previo aviso, otras me hallo sin mascarilla en medio del patio de recreo rodeada de 500 criaturas. No sería extraño que se me apareciera el fantasma del niño del anuncio de El Corte Inglés, con sus zapatitos castellanos colgando de la silla.
En los escasos encuentros de este extraño verano, no paramos de compartir nuestra experiencia del confinamiento. Relatamos anécdotas, explicamos descubrimientos culinarios y enumeramos los trucos para sobrevivir medianamente cuerdas. Se convierte en tema único, como si de tanto nombrarlo invocáramos una suerte de exorcismo.
Sin embargo, la pasada primavera se me antoja un lugar remoto, un tiempo nebuloso, entre lo irreal y lo imaginario.
Dentro de unos años, si la pandemia y la salud lo permiten, quizás recuerde este verano por la enésima vez que un Borbón se dio a la fuga mientras sus súbditos continuaban con sus ocupaciones habituales, como si fuera un suceso de un país lejano.
El verano de la pandemia quedará en la memoria como una corta tregua. En las playas del Sur, los barcos salen a faenar cada noche y regresan al amanecer. Los coquineros se hunden en el mar hasta las rodillas con sus herramientas para seleccionar los más exquisitos bivalvos. Los paseantes de playa recorren la orilla desde bien temprano, como cualquier verano. La única diferencia estriba en que cubren de mascarillas sus rostros, que aumentan esa imagen de zombies urdida en mi mente. Las duchas clausuradas, las mesas vacías de los chiringuitos, la distancia medida entre las sombrillas, las persianas echadas en los apartamentos y los hoteles de la costa. La ausencia apaga todas las alegrías veraniegas. El miedo se cierne sobre la gente joven, solo culpable de esa sensación de invulnerabilidad que se cura con la edad.
Pero lo peor del verano de la pandemia es que septiembre no alberga esperanza y alegría, no llega con olor a tiza, lápices de madera y libretas sin estrenar.
Comentarios
¡Ánimo!
Volvamos a sentirlo.
Feliz verano, amiga!!!