“Cuanto más conozco el mundo, más me desagrada, y el tiempo me confirma mi creencia en la inconsistencia del carácter humano y en lo poco que se puede uno fiar de las apariencias de bondad o inteligencia”
Durante estos inciertos tiempos de pandemia, donde los comercios pequeños sufren las consecuencias del confinamiento, la librería Prisma de Tomares, que es mi librería amiga, se ha esforzado por llegar a nuestras casas desde las redes sociales. Desde ellas nos pregunta por nuestro libro favorito y nos invita a escribir una reseña.
Aunque supone una decisión complicada, me arriesgo y asumo la osadía de escribir sobre “Orgullo y Prejuicio” de Jane Austen, por ser una de las novelas que más veces he leído.
Poco habría que aportar sobre una de las obras más conocidas de la literatura universal, salvo la evolución de mis propias interpretaciones en las diferentes relecturas.
No recuerdo con exactitud cuándo me acerqué por primera vez a la familia Bennet, pero es posible que ya hubiera cumplido la treintena. La literatura de Austen todavía soporta el estigma de literatura romántica y sensiblera, al igual que otras novelas escritas por mujeres, a las que se cataloga como un arte de inferior categoría.
De mi primera vez con “Orgullo y Prejuicio” me impactó la terrible discriminación que sufrían las mujeres de finales del Siglo XVIII y principios del XIX. Aquellas damas pertenecientes a una burguesía acomodada se hallaban desprovistas de recursos económicos e incluso se les prohibía heredar. Encorsetadas por la rígida moral de la época, tampoco podían buscar trabajo o casarse con un hombre de clase social inferior. Por tanto, estaban abocadas a matrimonios forzosos o a vivir a expensas de la caridad de la familia o los amigos durante toda la vida.
Ante la dificultad para encontrar un marido adecuado para sus cinco hijas, la Sra. Bennet, matriarca del clan, se nos muestra como una mujer histérica y alocada. Nuestra protagonista, Elizabeth Bennet, una joven inteligente y atrevida, encuentra apoyo en la bonhomía de su padre, siempre encerrado en su biblioteca.
Una segunda lectura, años más tarde, me permitió detenerme en los diálogos, llenos de ingenio, de ironía, en las brillantes réplicas entre Darcy y Elizabeth. Los personajes viven conteniendo las emociones, queriendo expresar sentimientos y ocultándolos al mismo tiempo.
La contención de emociones también aparece en las cartas con las que se comunican los distintos personajes y su lectura se convierte en otro de los placeres de esta novela.
Volví a releer esta joya de la literatura universal hace algo más de un año, cuando los Reyes Magos me regalaron una bella edición ilustrada por María Hesse.
En esta ocasión, no me pareció tan histérica la Sra. Bennet, más bien sentí empatía por esta mujer preocupada por el futuro de sus hijas. En cambio, la figura del Sr. Bennet adquiere los tintes de un padre ausente, que delega en su esposa el cuidado de las hijas y habita su propio mundo exento de conflictos.
Hace poco leí un meme curioso: “El único defecto del Sr. Darcy es que no existe”. Como icono del amor romántico, poco nos tiene que ofrecer este personaje, de comportamientos tan rígidos y tan poca capacidad para expresar sentimientos, que nos hace sospechar que su personalidad es asimilable a un síndrome de Asperger.
Tras varias lecturas de “Orgullo y Prejuicio”, me corroe una duda, que va creciendo como una bola de nieve. Elizabeth decide aceptar a Darcy después de visitar su finca en Pemberley. Tal vez no fueron los encantos personales del joven los que enamoraron a la más inteligente de las hermanas Bennet, sino los bosques y el palacio de su propiedad.
Si aún no os he convencido para leer este libro, pensad que Jane Austen no había cumplido aún los 20 años cuando redactó el primer borrador de su novela más famosa. La escribió en cuadernos que guardaba en una habitación compartida con su hermana. Publicó sus primeros libros en el anonimato. Murió a los 41 años soltera y en su epitafio en la catedral de Winchester no se menciona que fue la autora de sus obras.
Comentarios