"O Flower of Scotland,
When will we see
Your like again"
When will we see
Your like again"
Regresamos de Edimburgo
vía Madrid el 22 de julio. Las temperaturas rozan los 40 grados en la capital
del reino el día en que nuestros representantes en el Congreso debaten una
improbable investidura. Resistimos la tentación de asomarnos a la Carrera de
San Jerónimo y recorremos el centro de Madrid, asfixiados de calor. Me detengo
a fotografiar la estatua “El abrazo” de Genovés, frente al número 55 de la
calle Atocha.
El día antes, con una
máxima de 20 grados, paseaba por el centro de Glasgow, pertrechada de jersey,
chubasquero y paraguas. También me detuve a captar la imagen de una estatua, la
de Dolores Ibárruri, junto al río Clyde, que se erige en recuerdo de los
británicos que lucharon en España contra el fascismo.
Escocia, la tierra de los
Pictos, en torno a la cual construyó el emperador Adriano un muro, había sido
un destino muy deseado durante algunos años. Películas como Braveheart o Rob
Roy, pasando por la serie Outlanders han construido el mito de la bella e indomable
Escocia y sus aguerridos highlanders. A mí, más que esos mitos heroicos, me
movían el humor y la ternura de “Nuestro último verano en Escocia”.
Con tantos vientos a
favor, resulta difícil que no se produzca la profecía autocumplida. C tiene el
hábito de catalogar los lugares según la limpieza de sus baños públicos, así que,
en el aeropuerto de Edimburgo, después de su primera visita al inodoro ya había
decidido que amaba Escocia.
Este es el país en el que nació
y se educó Robert Louis Stevenson, por tanto, estará habitado por Mister Hyde,
pero también por el Doctor Jekyll y después de recorrerlo en autobús como si me
persiguiera una pandilla de highlanders tocando la gaita, vengo dispuesta a
convenceros para que no lo visitéis.
En primer lugar, por más
que renieguen de ello, Escocia pertenece al Reino Unido de la Gran Bretaña.
Tienen la maldita costumbre de conducir por la izquierda, por lo que te vuelves
loca al cruzar las calles y el corazón se te para cada vez que el vehículo toma
una rotonda. En tu equipaje no puede faltar un adaptador para los enchufes
porque, para llevar la contraria al resto de la humanidad, tienen tres
clavijas.
El gaélico era el idioma
de estos lares hasta que fueron colonizados por la vecina Inglaterra. Tú llegas
con tu nivel medio de inglés y piensas que no vas a tener problemas. Todo
transcurre con normalidad en Edimburgo, ciudad bulliciosa y cosmopolita, con
camareras y dependientes de todos los orígenes y etnias. El tema se complica en
las Highlands, donde el acento es muy acusado, y en la isla de Skye, solo
intuyes lo que te están contando.
El verano en Escocia es
imprevisible. Llueve, hace viento, el termómetro no sube de los 20 grados. La
leyenda advierte de la existencia de lluvia horizontal y corres el riesgo de
perder la cabeza por las ráfagas de viento. Reconocerás a un auténtico
habitante de Escocia si lo ves paseando en mangas cortas bajo la lluvia
inclemente, como si no les afectara. Mientras, el resto de personas humanas nos
refugiamos en soportales, luchamos por sostener nuestros paraguas, corremos
envueltas en sólidos impermeables. Si la lluvia es suave, las niñas escocesas juegan
en el césped con sus sandalias y sus vestiditos estampados.
Cuando el cielo se despeja
y luce el sol, la gente ocupa los parques y se tumba en la moqueta verde del
suelo. Las niñas juegan a tirarse por las laderas, rodando como peonzas,
mientras las madres sonríen con los ojos cerrados y la crema bronceadora en el
bolso. Las familias se bañan en la playa de Saint Andrews, junto al campo de golf
y las pandillas de muchachos hacen barbacoas a la orilla de Loch Lomond.
Cuando el sol brilla, los
prados de Escocia se tornan de un color esmeralda insuperable.
La mayoría de los
habitantes de Escocia residen en Edimburgo y Glasgow, ciudades cosmopolitas y
diversas. Sin embargo, una escocesa auténtica es fácil de distinguir, no solo
por su inmunidad a las inclemencias del tiempo. Si ves a una persona que podría
actuar como salvaje más allá del muro en Juego de Tronos, no te quepa duda de
que ha bajado desde las Tierras Altas. Suelen ser corteses, simpáticos, se
interesan por ti… Las turistas no estamos habituadas a tanta cordialidad, tanta
amabilidad levanta nuestras sospechas.
Cientos de castillos se
hallan diseminados por las tierras escocesas. Algunos se encuentran destruidos,
en ruinas, tras arduas batallas, asomados a acantilados sobre el Mar del Norte
o a orillas de un Loch. Otros son conservados en perfecto estado: lujosos
salones, cuidados jardines, el olor de las chimeneas aún impregna sus muros. En
ellos residen miembros de la nobleza, orgullosos de su relación con la familia
real, y fantasmas que muestran su presencia a cualquier turista despistado.
No es posible tomar en
serio un país que cree en monstruos, fantasmas y brujas, cuyos símbolos son el
unicornio y el cardo, frente al león y la rosa de Inglaterra. Por eso, no vayas
a Escocia.
La turista ocasional está
acostumbrada a soportar colas kilométricas, posturas imposibles para un buen selfi,
sortear a los demás visitantes. Resulta extraño que no haya bulla para subir al
crucero del Loch Ness, que, en la única tienda de souvenirs, el dependiente se
dedique a darte conversación, sin prisas ni agobios. Así que te preguntas si
será el doctor Jekyll o Mister Hyde, porque no terminas de creerlo.
El autobús discurre por
carreteras estrechas y sinuosas de las Highlands, casi en soledad, entre
árboles majestuosos y corrientes de agua discurriendo por las laderas. Llega
hasta la isla de Skye, envuelto en el silencio.
Llevas varios días de
viaje y parece que el tiempo está concediendo unos días de tregua. En Oban, un
pueblo pesquero, salimos a pasear bajo la lluvia impertinente después de la
cena. Reímos de los hoteles con decoración
victoriana y moquetas de cuadros. En una esquina se oye música. Es viernes y el
pub está abarrotado de gente. Nosotras, las únicas turistas, nos sentamos cerca
del músico, un hombre que canta y toca la guitarra. El público, mujeres y
hombres de todas las edades, corean las melodías, muchas de ellas conocidas
canciones de música céltica. Tomamos un chupito de whisky de la destilería
local y sentimos que somos figurantes en una película de Ken Loach. Estos
rostros arrasados por el tiempo, el trabajo y el alcohol son los personajes de
sus películas. Se llaman Daniel Blake, Roisin o Robbie y representan a la
Escocia auténtica.
El músico se dirige a
nosotras y nos da la bienvenida. A continuación, pide al público que le
acompañen cantando “Flowers of Scotland”, el himno que compuso el poeta Robert
Burns. El cantante se calla y anima al público, que se levanta y canta,
emocionado, el himno de Escocia.
Se ha producido la magia,
sin necesidad de unicornios ni fantasmas.
No viajéis a Escocia: nos
amenaza el Brexit, Boris Johnson es el alter ego de Trump, los hoteles son
caros y no podréis sobrevivir eternamente a base de fish and chips.
En Portree, la capital de
la isla de Skye, me espera un banco desde que se contempla el cielo fundirse
con el Mar del Norte, me espera el silencio de senderos sin recorrer y unas
ancianas dispuestas a enseñarme a hacer ganchillo para soportar el largo
invierno mientras tomo chupitos de whisky.
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Un abrazo