“Que te espere alguien en algún sitio
es el
único sentido de la vida, y el único éxito” M. Vila (Ordesa)
Durante esta particular semana
ain pasión, he recorrido las páginas de “Ordesa”. No conocía a Manuel Vilas.
Para mí no era más que un invitado al programa de radio “A vivir que son dos
días” o un perfil de Twitter que seguía, sin saber si el propio escritor publicaba los tweets o la editorial se ocupaba de la cuenta.
C había leído “Ordesa” y
lo había colocado en la estantería del distribuidor, detrás de otra fila de
libros, un lugar de difícil acceso. No me contó sus impresiones sobre el libro,
pero no le presté demasiada atención. C prefiere leer ensayos, que después me
explica mientras tomamos unas tapas los viernes por la noche. En cambio, yo
construyo la realidad a través de la ficción literaria.
A la feria del libro de
Tomares vino Manuel Vilas a presentar su libro. Habló sobre el origen de la obra,
la muerte de su madre y el sentimiento de orfandad al no hallar sus llamadas
perdidas en el móvil. Nos hizo reír al contar la obsesión de su padre por encontrar
sombra para el coche. Reproducimos manías, vicios, costumbres de nuestros antecesores,
a veces, sin cuestionarlos.
Una señora del público le
preguntó sobre su etapa de profesor de secundaria y la situación de la educación
en España. Lejos de disertar, el autor relató una anécdota, que me dejó pegada
a la silla.
Me acerqué a la firma de
libros con el volumen que C había leído. Le pedí que se lo dedicara, porque él
también busca aparcar el coche en la mejor sombra.
-Soy maestra-le dije-.
Entiendo el sentimiento que usted ha querido explicar.
El autor levantó los ojos
de la página que garabateaba y me miró con atención.
-Los docentes de este país
sentimos impotencia.
Aquella misma tarde
comencé “Ordesa” y el recorrido interno tras las huellas de su familia de clase
media baja, de los secretos, los recuerdos, los olvidos, las palabras y los
objetos que dan forma a una vida.
Durante la lectura, yo construía
mi propia “Ordesa”. Situaba a mi madre bordando en un patio con jazmines y a mi
padre leyendo bajo la sombra de una encina, el lugar más fresco del mundo,
según él, para dormir la siesta. Intenté rescatar de la memoria ese número de
teléfono que nunca dejaba de llamar los domingos por la tarde y ese vacío en el
estómago que aparece al regresar de un viaje y no tener nadie a quien informar de
que has llegado sana y salva.
-Todos los que estamos aquí
tenemos algo en común-comentó Manuel Vilas en Tomares- Todos somos hijos.
Estos días tan
improductivos, en los que los huesos y el tiempo se han aliado para alimentar
mi vagancia, además de perderme en las palabras de Vilas, he escrito una carta.
Me he sentido extraña al llegar a la oficina de correos con mi sobre blanco en
la mano, como si reviviera un antiguo rito. En la carta, (¡atención spoilers!),
había trazado el árbol genealógico de mi particular “Ordesa”, todas las ramas
pobres que nacen de mi bisabuela Carmen. Porque al contrario que Vilas, en mi
familia no había clase media baja ni alta, solo clase baja o más baja. Después
de entregar el sobre con el tronco, las ramas y algunas incógnitas, descubrí
que había olvidado el brote más débil, las hojas más pobres del bosque de mi
familia.
El Parque Natural de “Ordesa
y Monte Perdido” al que se refiere el libro, solo aparece brevemente, cerca del
final, como esa imagen que el autor quiere recuperar de su padre y mostrar, a
su vez, a sus hijos.
El título me acerca la luz
de un verano dichoso, de un verde jubiloso, del aire transparente y las risas
de mis hijas jugando en un parque de Torla (Ordesa), con las montañas del
Pirineo como escenario, recorriendo los senderos con sus botitas de montaña y
preguntando porqué se había perdido ese Monte que todo el mundo quería
encontrar.
Indago entre las fotos que
guardo en una caja, aquellas fotos que se revelaban en papel cuando no había
móviles ni cámaras digitales. Me pregunto en qué estante se ocultará el DVD que
da fe de que una vez fuimos jóvenes y cometíamos la insensatez de viajar con
tres niñas pequeñas. Me pregunto qué imagen conservarán mis hijas de mí cuando
ya no reciban mis mensajes obsesivos en el móvil (“dónde estás, cuándo vuelves,
vienes a cenar, vente ya, cómo estás”).
Ojalá, la vida nos diera
la oportunidad de regresar a todas las “Ordesas”
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