Entre mis libros habita un
viejo ejemplar de La Peste de Camus. Tal vez se esconda en alguna estantería
demasiado alta para mí, tras otra fila de libros. Se trata de un libro de bolsillo
de la editorial Gallimard, forrado de plástico transparente.
Como no es un libro de
pasta dura y cuidada encuadernación, carece del derecho de ocupar un lugar de
honor en la estantería del salón. Pero hubo un tiempo en que ese libro en
francés formó parte de mis escasos tesoros.
Una tarde que olía a
castañas asadas caminé en peregrinación por la calle Don Remondo, hasta la librería
Montparnasse, lugar que yo veneraba como un santuario del saber y la literatura.
Allí adquirí Les Justes, Madame Bovary, L’étranger o La Peste, volúmenes que
Doña Esther, nuestra profesora de francés, nos obligaba a leer para sus clases
mortecinas.
Desde entonces, me
persigue la sombra de Joseph Grand, el hombre sencillo, que cumple con su
obligación de ciudadano sin perseguir la heroicidad.
Empeñado en alcanzar la perfección literaria, nunca avanza en su afán de escribir la obra perfecta, Grand escribe y
reescribe continuamente la misma oración:
“En una hermosa mañana de
mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre
flores las avenidas del bosque de Bolonia”
Hace meses que siento la
tentación de releer La Peste. Treinta y cinco años me separan de aquella
muchacha que se asomó a la ciudad de Orán donde las ratas abandonaban las
alcantarillas para morir en un vestíbulo, en las aceras, en las plazas…
María subió a una escalera
y halló una edición del libro en español y justo detrás, la versión original en
francés que leí con veinte años.
Sus hojas amarillean y
huelen a papel húmedo poblado de ácaros. Conserva mi firma con bolígrafo azul
junto a una fecha. Ante la incertidumbre de dejar de ser Pepi para convertirme
en Pepa, firmé con la inicial de mi nombre y el primer apellido, como un deseo
de madurez prematura.
Paso las hojas con decenas
de palabras subrayadas junto a su traducción. Leo en voz alta algún fragmento y
me emociono. Nunca conseguirá el inglés alcanzar el nivel de evocación que me
produce la musicalidad del francés.
En la primera página había
anotado una frase con mi letra redonda de niña:
“Maintenant je sais que l’homme
est capable de grandes actions. Mais s’il n’est pas capable d’un grand
sentiment, il ne m’interése pas.”
También aparecen números
de páginas con citas dignas de ser memorizadas:
“Mais en même temps, selon
la loi d’un coeur honnête, il a pris délibérement le parti de la victime et a
voulu rejoindre les hommes, ses concitoyens, dans les seules certitudes qu’ils
aient en commun, et qui sont l’amour, la souffrance et l’exil.”
Abandono el viejo libro
que alberga tantos recuerdos y empiezo a leer la versión en español. Aparece el
doctor Rieux, que encuentra la primera rata y se enfrenta a la negación de sus
convecinos. Los habitantes de la ciudad estaban ciegos ante la plaga, pero los
temibles roedores poblaban el subsuelo y contagiaban la mortal epidemia.
- “¿Qué historia es esa de
las ratas?
- No sé, es cosa muy
curiosa. Ya pasará”
Solo un español anciano y
enfermo muestra su inquietud ante la cantidad de roedores que aparecen en su
barrio.
Albert Camus publicó La
Peste en 1947, después la ocupación nazi.
Estos días, en Francia,
una multitud de chalecos amarillos ocupa las calles con rabia, confundiendo
este diciembre inesperado con un mayo cualquiera.
Mientras, aquí abajo, en
el profundo sur de España, el final del otoño nos ha regalado unos amables días de sol.
Y sin embargo, yo siento la imperiosa necesidad de volver a leer La Peste.
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