El circuito que hemos contratado no incluía
Sarajevo, la capital de Bosnia-Herzegovina, aunque Mostar sí aparece en la
ruta.
Llegamos un domingo caluroso, con las
temperaturas rozando los 40 grados, a través de un paisaje seco e inhóspito.
Nos reciben los primeros bloques de viviendas, con restos de metralla aún en su
fachada.
En el puente de Mostar se amontona una multitud
de turistas. Unos jóvenes se lanzan al río Neretva desde la altura del puente
reconstruido. Antes de saltar recaudan dinero entre los curiosos.
Paseamos por las calles empedradas que conducen
al puente, intentando no caer por el suelo resbaladizo, entre el hormiguero de
gente y tiendas de souvenirs, como un zoco de cualquier ciudad musulmana.
Las mujeres, sin embargo, no visten hiyab. Solo
dos chicas cubiertas con un burka se asoman al pretil de piedra para ver a los
muchachos saltar sobre el río Neretva.
En algunas tiendas, venden ametralladoras
realizadas con balas.
Demasiados kilómetros para tan breve visita a
Mostar, se podría opinar. Pero sin Bosnia-Herzegobina, estaría aún más
incompleto el puzle mental que intento completar desde que contraté el viaje a
este territorio, a una parte de lo que fue Yugoslavia, la tierra de los eslavos
del Sur.
Empieza la ruta en Dubrovnik (Croacia). En las
plazas y en los coches aún ondean banderas del país, tras la celebración por el
triunfo de su selección de fútbol. Los niños de la guerra, los llama la guía,
mientras muestra los rostros de los jóvenes muertos durante el asedio de esta
ciudad en la guerra de los noventa. Se trata una de las escasas referencias al
conflicto durante todo el viaje.
Dubrovnik, la ciudad amurallada, que se adentra
en el mar como la proa de un barco, vive asfixiada por el turismo, miles de
personas que deambulan por sus muros restaurados, entre sus calles estrechas,
bajo sus tejados rojos recién recompuestos. Toda una ciudad-decorado, repleta
de tiendas, restaurantes, cafeterías en los lugares más insospechados, sobre
las rocas que dan al mar, bajo la sombra de los torreones de la muralla.
En la escalera de la vergüenza, que descendió
Cersei en un capítulo de Juego de Tronos, se sientan los turistas a descansar
después de seguir la ruta de la serie.
A veces, se vislumbra un patio con un emparrado,
un árbol frutal, un familiar olivo, pruebas evidentes de la existencia de vida
normal en esta ciudad decorado. Persigo obsesivamente imágenes de ropa tendida
en los balcones por toda Croacia, con la esperanza de probar que la
gentrificación no ha acabado con esta parte del mundo.
Recorremos la costa de Dalmacia, una de las
regiones croatas. Un paisaje reconocible nos acompaña por la carretera
serpenteante: cipreses, olivos y pinos se acercan hasta la misma orilla del
mar. Las higueras crecen sin pudor en cualquier recodo del camino.
Miles de islas salpican el Adriático, algunas
habitadas y otras solo pobladas de lavanda y romero. Las aguas de un azul
intenso, de este mar apacible, con tímidas olas, tan diferente de la historia
de la tierra que baña.
Griegos, romanos, otomanos, venecianos,
franceses, austro-húngaros, italianos. Todos los invasores han dejado su huella
de sangre.
Seis etnias, tres religiones, dos alfabetos, intereses
estratégicos de los países vecinos…La ex Yugoslavia se despierta cada día en un
difícil equilibrio.
En Split nos asombramos ante el palacio de
Diocleciano. Toda una ciudad compuesta de viviendas, tiendas, cafeterías y
restaurantes se sostiene con, de, entre, por, para, por las ruinas romanas del Siglo
III. Estas columnas han soportado las arremetidas del mar, los terremotos, las
invasiones y las guerras, pero no sabemos si sucumbirá a la avalancha de
turistas veraniegos.
Trogir, Sibenik y Zadar, bellas ciudades
amuralladas, más tranquilas, con sus adoquines centenarios y sus callejas
estrechas.
La catedral de Sibenik fue bombardeada en 1991 y
fue necesario reconstruir su cúpula. Una de las puertas aún conserva marcas de
disparos.
En una calleja, resiste un pequeño museo, ajeno
al turismo de masas. Una joven atiende la exhibición de fotos y objetos que
homenajean a los partisanos y partisanas que lucharon contra el fascismo.
La guía de Split no quiere hablar de política,
pero acaba despotricando contra la actual Primera Ministra. También nos muestra
una iglesia que fue siete veces bombardeada por los aliados durante la Segunda
Guerra Mundial.
Ninguna de las guías croatas hace referencia al
papel de su país durante este conflicto, ninguna nombra a la temible Ustacha. Todas pasan de puntilla por la guerra de los Balcanes.
Paseamos, extasiadas, entre las hayas del parque
natural de Plitvice, con cascadas, lagos de color turquesa y aguas
transparentes.
A punto estuve de sucumbir al síndrome de
Stendhal, aturdida por tanta belleza.
Los dos últimos días de esta breve ruta por los
Balcanes, los disfrutamos en Montenegro. Hemos cruzado tres fronteras antes de
llegar a este pequeño país que utiliza el euro, a pesar de no pertenecer a la
Unión Europea.
En una plaza de Kotor, un dúo de cuerda
interpreta “Viva la vida” de Cold Play. En el mercado compro higos blancos con
sabor a paraíso. Desde mi ventana, contemplo la bahía de Kotor mientras un
crucero la atraviesa bajo la luz rosada del amanecer.
Me podía haber quedado con esta imagen en la
retina, pero en la carretera de Mostar había una señal que indicaba el camino a
Srebrenica. Asmir
no quiere pistolas porque la guerra lo obliga a huir de Sarajevo, la ciudad
que no incluía este circuito, la ciudad cuyas calles algún día recorreré.
Comentarios
Me alegro. Vienes impregnada de sentimientos dolorosos y también únicos.
Me ha ecantado tu relato.
Creo que te han quedado ganas de volver!!!
Los paisajes son impresionantes,volverás!!!!
Gracias por compartir vivencias veraniegas tan interesantes.������������