Te lamentas de que no escribo.
Atravesando copas, cafés y tapas, nuestras conversaciones intermitentes van
hilvanando el tejido de nuestros relatos.
Qué poco escribes, te quejas,
mientras depositas en la bandeja un té verde y una cerveza.
El bullicio de las mesas de la
tarde, las niñas correteando por el parque, las madres disfrutando bajo las
sombrillas de los veladores.
En este verano de octubre que se
anuncia eterno, he olvidado el anhelo de los colores cálidos del otoño, el olor
a castañas asadas, el crujido de las hojas secas al paso de mis pies.
No me atrevo a guardar las
sandalias y las chanclas remolonean junto a mi cama, disputándose el espacio
con las zapatillas de felpa. Los armarios aguardan, sin esperanza, el cambio de
estación.
¿Por qué no escribes?, me
preguntas.
Conectas la Tablet y aparece mi
última entrada con el color de los verdes prados asturianos.
Te hablo del ajetreo de
principio de curso, de la novela tan larga que estoy leyendo, de las series que
he visto desde septiembre.
Te cuento que enciendo la radio
cada mañana con aprensión, que me encuentro perpleja ante tanto desatino, que temo
encender el ordenador, asomarme a las redes, navegar por la prensa digital buscando
la razón de la sinrazón.
Comentamos sobre tu hijo, que
trabaja Londres, pensando en el incierto futuro que espera a esta juventud y en
el desastre de país que hemos construido.
Siento con dolor que, al ondear
las banderas, se despiden las metáforas, los folios visten su uniforme blanco y
enmudecen las palabras.
Y aquí me encuentro, esperando
la lluvia incierta, mientras te escribo.
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Y a pesar de los pesares, no dejes de escribir. Y a pesar de los pesares, siempre hay esperanza y aliento en tus palabras.
Y aunque el otoño no haya llegado aún, y las chanclas se alternen con las zapatillas cerradas, hay que disfrutar de estos días de luz que nos alegran y nos posibilitan cerveza/té en mangas cortas.
Te quiero compañera y amiga.