Cuando A se jubiló, la mayoría de las asistentes solo veía a una maestra de sesenta años. Pocos comensales conocían que fue la primera mujer de su pueblo que estudió una carrera universitaria. No sabían de sus madrugones ni vicisitudes para tomar autobuses y llegar a tiempo a un instituto femenino en el centro de Sevilla. Entre las copas y los agasajos, recorría las mesas una maestra que fue madre en tres ocasiones y no disfrutó de bajas maternales. Si le preguntas, recuerda que con su primera hija, daba clases nocturnas en educación de adultos a una distancia considerable de su casa. Sus padres la aguardaban en el pasillo para que pudiera dar el pecho al bebé entre una y otra lección. Ella entiende más que nadie de niños y niñas que llegan por la mañana al colegio con el estómago y las maletas vacías.
B adoraba su bicicleta. Gracias a ella estudió Magisterio. Había emprendido el camino de la soledad demasiado pronto, con un martillazo que la dejaría herida para siempre. Pero ello no impidió que siguiera luchando mientras impartía clases particulares, recorriendo el pueblo en aquella bicicleta como si se tratara de una alfombra voladora. Algo de magia le quedó de aquellos años, pues la reparte con generosidad entre su alumnado especial y entre sus compañeras. Ya cuenta los años que le quedan para jubilarse pero sigue acumulando certificados en su abultada carpeta de cursos de formación, porque la vida enseñó a B que nunca debe rendirse.
C podría haber vivido tan ricamente como “señora de”. Sin embargo, ella había estudiado para maestra y estaba empeñada en ejercer su profesión. Como en su verde tierra apenas ofertaban plazas, se presentó a las oposiciones en Andalucía y las aprobó. Durante cuatro años trabajó como maestra de Infantil rodeada de olivos y naranjos. Entre rincones, casitas y plastilina, se la oía canturrear por los pasillos con su acento asturiano. Cada quince días, tomaba un avión que la llevaba al norte y regresaba el domingo. Los lunes llegaba puntual pero agotada del viaje, aunque sin perder la sonrisa y la dulzura. El concurso de traslados tuvo a bien, por fin, destinarla cerca de su casa, a colegios donde los osos rondan el patio y los caminos se tornan blancos en invierno.
En su juventud, D era una gran deportista. La vida la llevó a la enseñanza. Estudió magisterio y se licenció en Pedagogía. Cansada de la Educación Física, se pasó a la Primaria. No le gusta llamar la atención. Nunca la oirás hablar en un claustro. Jamás discutirá ni se alterará en público. Se pasa el fin de semana poniendo lavadoras. Si puede, practica senderismo. Como maestra, es pertinaz y comprometida. La puedes ver sentada en el coche, en el aparcamiento del polideportivo, corrigiendo cuadernos mientras espera que sus hijos realicen actividades extraescolares.
A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, L, M…son mujeres sin pretensiones. Todas ellas son maestras funcionarias. Tienen nombres, rostros, historias a sus espaldas. Sobre ellas ha recaído la tarea de enseñar durante las últimas décadas, pero no son las culpables de los errores del sistema educativo. Se han dejado la piel y la vida en las aulas, aunque solo pretenden hacer su trabajo lo mejor que pueden. Son mis amigas, mis compañeras, son como yo, que también soy una mujer sin pretensiones.
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