Repaso
mis notas de Marruecos. Normalmente, me acompaña un cuaderno de viaje, donde
escribo pensamientos o ideas que me asaltan y pego tickets de metro o entradas
de museos.
Esta
vez, el viaje es tan corto, que opto por un pequeño cuaderno, de hojas
recicladas y forrado con una tela bordada que me regaló Lidia. Me resulta tan
bonito que duele emborronarlo de tinta. Me decido a usarlo porque los
cuadernos, como la vida, no existen para ser contemplados.
En mi
cuaderno no pude anotar la primera sensación del viaje: un incómodo hormigueo
me subió por el estómago cuando el ferrry avistó el puerto de Tánger. Por
primera vez pisaría África (Canarias no cuenta), tantas veces perseguida por la
mirada desde las costas de Cádiz. Marruecos, tan cerca, tan lejos, pensaba que
jamás alcanzaría sus playas.
Por
ello, no me importó embarcarme en un viaje de pocos días, con largos trayectos de cientos de kilómetros y un regreso incierto.
En un
viaje exprés, por un país, por un continente desconocido, te asemejas al
turista japonés que cámara en ristre intenta capturar las imágenes que no
volverás a ver: puestos de carne con un cordero colgando; tarros de cristal con
tintes y especias; tenderetes de frutas y dulces; la Koutoubia en todos sus
ángulos y momentos del día; los muros rojos de la medina con sus agujeros
habitados por palomas zureando; la plaza Yamaa al-Fna por la mañana, por la
tarde, a ras de suelo, desde arriba; los encantadores de serpientes; los
pueblos camaleónicos del valle de Ourika; los almendros en flor; la Menara; los
techos de cedro del Palacio de Bahia; los burros, las ovejas; las montañas
nevadas del Atlas en el horizonte; una mujer lavando en el río, otra caminando
por la carretera con un niño a la espalda; una casa azul de Larache; la playa
de Asilah; el Rick´s Café falso de Casablanca; la espalda de la gente mirando
al océano,…
En cuatro
días no pretendo conocer un país y su cultura, solo pasear un poco por estas
tierras, que al principio da la impresión de ser el reflejo de Andalucía. A los
eucaliptos y los campos de cereales, les siguen los invernaderos junto al mar y
un extenso bosque de alcornocales.
Camino
a Casablanca, la autovía discurre paralela a las obras del AVE que la unirá a
Tánger. Justo al lado de la maquinaría que extrae la tierra, una mujer ara el
terreno ayudada por un mulo.
Bogart
y Berman nunca pisaron Casablanca, pero yo siento su presencia, como si se
fueran a asomar por una ventana y saludar a los visitantes.
En la
mezquita de Hassan II, las turistas bajamos a hacer fotos a uno de los
monumentos principales del país, construido con el dinero de todos y todas los
marroquíes (Un tercio del salario de un mes) para mayor gloria del tirano.
Detrás
de una columna, en la explanada de la mezquita, una mucha ataviada con un hiyad
negro llora desconsolada. A su lado, un chico de su edad intenta calmarla. Le
habla, mueve las manos con muchos aspavientos, pero su tristeza no encuentra
consuelo.
Las
mujeres mayores, en grupos de tres o cuatro, se sientan en el césped o pasean
junto al mar, envueltas en sus pañuelos, lejos de los cafés-terraza y la mirada
de los hombres.
Marrakech,
la ciudad roja, encrucijada de caminos, es nuestro destino.
En la
plaza Yamaa el-Fna, se daban cita las caravanas que venían del desierto. Cuando
llegas a ella, una vez has superado la
tentación de fotografiar a la Koutoubia (hermana roja de la Giralda) desde
todos los ángulos posibles, has de pasar la mayor de las pruebas. Pareces vivir
un cuento de Las mil y una noches, con encantadores de serpientes, bailarines,
malabaristas, contadores de cuentos,… pero no es más que de un espejismo.
La
música de las flautas, tambores y crótalos asciende hasta las terrazas del café
en el que te refugias para dejar de sortear vendedores.
Y allí
arriba, oyes el interminable bullicio de los coches, las motos, las personas,
la música que no cesa por encima de los tejados de los tenderetes, de los
minaretes de las mezquitas. No aciertas a comprender que ansíes la sombra y
contemplas, extasiada, más irreal que el espectáculo de la plaza, las montañas
heladas del Atlas.
Al
regresar, pienso que no he tenido sensación de miedo en ningún momento,
únicamente el temor a que el estómago me jugara una mala pasada.
-Esto es el tercer mundo, habibi,
advierte nuestro guía Rajid con ironía. Aquí
hay gérmenes que ustedes no controlan.
Así
que agua mineral hasta para lavarse los dientes y seguir las recomendaciones
habituales al respecto.
En la
ciudad de Marrakech hay una vigilancia intensa pero sutil: detectores de bombas
lapa en los coches, detectores de metales en alguna cafetería. En Tarifa, reina
el caos en la aduana, las pasajeras del ferry se aprietan en colas infinitas.
Cuando
inicié este viaje, también comencé a leer un nuevo libro: La amiga estupenda,
de Elena Ferrante. Mi cabeza se enredó y la Nápoles de la novela desapareció.
En su lugar, Lila y Lelú, habitan un suburbio de Casablanca, coronado de
antenas parabólicas. Sus familias, el vecindario, el barrio pobre de Nápoles
tiene la mirada triste y la piel cetrina de los rostros que veo a mi paso.
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