Hubo un tiempo, “ahora que de casi todo
hace ya veinte años”(Gil de Biedma dixit), anduvimos
descubriendo estas tierras. No teníamos más que juventud y un utilitario de
tres puertas, nada de hoteles, ni reservas en Booking. Dormíamos en cualquier
pensión u hotel de carretera que encontrábamos en nuestro camino.
Fue un viaje sin planificar, sin rutas, a
salto de mata, casi sin mirar el mapa, con el único gps de nuestros deseos.
Hubo un tiempo, ya muy lejano, en el que
no existían los móviles ni los navegadores. No subíamos fotos a Instagram mi
compartíamos imágenes en Twitter.
Pero teníamos el “carretera y manta”,
recorriendo senderos, explorando a nuestro aire la cercana aunque ignota
Extremadura.
Después hubo otro tiempo en el que los
viajes se planificaban con todo detalle. La lista de enseres imprescindibles se
colgaban en la nevera y los íbamos tachando a medida que se incorporaban en la
maleta: biberones, pañales, toallitas, sonajeros, chupetes, cambiador, botiquín
completo con termómetro y apiretal, pijamas, baberos desechables, potitos de
verdura,…
Pero antes, mucho antes, cuando solo
estábamos tú y yo, Joe Cocker cantaba Night Calls en la cinta de cassette de mi
Polo rojo. Aquella primavera, su voz cavernosa llenó la llanura de Tierra de
Barros y azotó las flores de los cerezos en el Jerte.
Aquel inusual mes de marzo, nos
sorprendimos ante los palacios de piedra de Cáceres; las torres coronadas por
nidos de cigüeñas; Pizarro a caballo en la Plaza Mayor de Trujillo; el buitre
leonado sobrevolando Monfragüe y un valle de ensueño tapizado de flores de
cerezo.
Ahora que regresamos con ellas, educadas
en el buen yantar, no le hacen asco a unas migas con chorizo, a las pruebas de matanza
o a cualquier variedad de queso artesano. Habituadas a nuestras manías
viajeras, saben que no nos resistiremos hasta alcanzar el peldaño más alto de
la torre más alta, de la almena más alta del castillo. Protestan, como siempre,
como yo, por tu obsesión por las cuestas empinadas.
Ahora que pueden brindar con una copa de
vino, no paras de preguntarme: pero, ¿no las habíamos traído a Mérida? Y yo te
repito que no, que solo habíamos regresado una vez a Plasencia, aquel verano
tórrido que volvíamos de Galicia.
Y aunque les insistimos en que éste es
nuestro último viaje juntos, que es muy caro mover a una familia numerosa,
recuerda que aún les debemos los cerezos en flor.
PS: Ésta no es una crónica de viaje al
uso porque todos los viajes son interiores
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