Se sienta a oírlos llegar. Vienen
gritando por el pasillo, con el pelo alborotado y las últimas migas del bocadillo
salpicando la camiseta.
Algunas mañanas, cuando hay cola en la
cafetera y ella se demora, la esperan sentados en un escalón mientras la
impaciencia roe sus pantorrillas como termitas.
Según una ley no escrita, toda lectora
esconde una bibliotecaria dentro y a la inversa. Esta es una verdad
irrefutable, piensa mientras espera.
Los primeros en llegar cada día a su
biblioteca son los buscadores de Wally. La bibliotecaria es la depositaria de
la lupa que ansían tan ávidos exploradores. Solo el más rápido corredor de
pasillo alcanzará el preciado tesoro.
Ella observa a su clientela. Dos niñas
con coletas revuelven el estante de los gomets rojos.
Su cabeza no para de dar vueltas. ¿Qué
les gustará leer? Recorre los estantes al tiempo que redacta listas imaginarias:
más libros de Educación Infantil; un álbum sobre Frida Kalho que vio en una
librería; la colección de “Asmir no quiere pistolas”, libros de poesía,…
Los gomets de colores se amontonan sobre
su mesa.
El martes entró un niño desconocido.
Arrimó una silla y se puso a leer sin
mediar palabra.
La bibliotecaria tiene muchas dudas.
Además de lectora es maestra, madre, mujer… Y cada vez está más segura de que
es una persona imperfecta.
Por encima del ordenador con el Abies
abierto en canal, atisba las cabecitas que pueblan la biblioteca. No acierta a
decidir si exigir el silencio sepulcral de un templo del saber o respetar el
rumor alegre que los buscadores de Wally despliegan por la sala.
El jueves llegaron dos niñas de sexto.
-Si leemos mucho, ¿nos subes la nota de
Lengua?
-Por supuesto, contestó, sin que su
cabeza dudara un segundo.
Como respuesta, las niñas abrieron dos
gruesos volúmenes sobre la mesa.
En este pueblo del área metropolitana, en
pleno siglo XXI, una niña no necesita un emparrado, un cobertizo ni una Hoja Sarracena
en los que refugiarse. La bibliotecaria se imagina con 10 años y una Tablet en
la mano surfeando la web. No le quedaría tiempo para atravesar Siberia con
Miguel Strogoff, ni podría acompañar a Salgari por los Mares del Sur.
-Lo siento, Corsario Negro, ahí te
quedas. Sonríe para sus adentros.
La Maruja que lleva dentro la empuja a
sumergirse en los cajones del archivador poniendo orden en catálogos, gomets,
pegatinas y fixo. En ocasiones descubre pequeños tesoros: un marcapáginas, un diario en blanco,… De una carpeta repleta de fotocopias rescató un cartel con
Los Derechos del Lector de Daniel Pennac. Le gustó tanto que anda pensando cómo
darle utilidad. Quizás lo enmarque para colgarlo en la sala de lectura o tal
vez lo fotocopie para distribuirlo por todas las aulas del colegio o ambas
cosas a la vez. Es una pena que el señor Pennac se olvidara de las lectoras y
tenga que editarlo previamente.
La bibliotecaria tiene que fomentar la
lectura. Ella cree que las adultas yerran al empeñarse en que niños y niñas lean los mismos libros que les
fascinaron en sus propias infancias. La bibliotecaria lo aprendió de
equivocarse con sus hijas, con su alumnado.
El viernes se llevó una gran sorpresa.
Ella venía de lavar la taza del café en el lavabo. Él estaba repantigado en una
silla, lejos de los buscadores de Wally, tan al filo del asiento que podía caer
al suelo con un soplo de aire. Sus gafas habían resbalado y se sostenían en
dramático equilibrio sobre la punta de su naricilla. No pestañeaba. No oía nada
a su alrededor. Absorto, contemplaba un libro sobre “Arañas”.
La bibliotecaria continúa elaborando su
lista imaginaria: comprar más lupas, comprar más lupas, comprar más lupas.
Incluso está pensando en ampliar el
decálogo de Daniel Pennac con dos nuevos derechos.
11.-El derecho a buscar a Wally
eternamente.
12.-El derecho a dejarse atrapar por
arañas.
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