La
madre de M había sido sastra. Pequeña, encogida, arrugadita, con
una piel casi transparente y el cabello encalado recogido en un moño,
apenas se movía de la silla de anea del patio. Aunque era tímida y
silenciosa, todas las mujeres la consultaban cuando tenían un
problema de costura.
“Esa
solapa está mal cortada”
“El
cuello se ha torcido”
Sobre
todo, era especialista en mangas de camisa y de chaquetas. Detectaba
los fallos al instante y aplicaba sabias soluciones.
“Tu
hija ha heredado los hombros de su padre, tienes que cambiar la
posición de las hombreras”.
Una
mañana, M fue a levantarla pero su madre no se despertaba. Llamó a
las vecinas, que acudieron raudas y rodearon la cama. La madre de M
se había ido mientras dormía, sin ruido ni estridencias, tal como
había vivido. Durante semanas pobló su ausencia la calle. Las
mujeres anduvieron un tiempo trastornadas sin los sabios consejos de
la madre de M. En sueños, la veían hilvanando cuellos de camisas
blancas sin perder la sonrisa.
A
menudo recuerdo a la madre de M, sus manos expertas rectificando
costuras torcidas, su rostro sereno sobre la almohada la mañana de
su despedida.
Cuando
una era joven tenía la excusa de la inexperiencia. El
desconocimiento o la incapacidad se solventaban con el aprendizaje.
Todo era cuestión de tiempo, paciencia y esfuerzo.
Sin
embargo, a lo largo de los años, he aprendido en tantas ocasiones
como he desaprendido. He olvidado y he vuelto a comenzar, una y otra
vez.
Ahora
que me voy haciendo mayor, cada vez sé menos. Me sorprendo a cada
paso que doy por mi propia ignorancia. Por más que intento aprender
no lo consigo.
He
llegado a la conclusión de que, al contrario que la madre de M,
nadie buscará mi consejo en la vejez y el mejor epitafio sería:
“Sin experiencia”
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