Si
para Balzac“la novela es la vida privada de las naciones”, leer a
Rafael Chirbes constituye un ejercicio de dolorosa introspección
colectiva. Nos enfrenta el autor ante un retrato desgarrador e
inmisericorde de nuestra realidad, sin pausas, sin treguas, hasta la
asfixia:
“Hija
mía, le dice a Silvia, un genio contemporáneo es el que le da de
comer todos los meses a la familia con el sueldo base. Los peruanos
los ecuatorianos los ucranianos polacos o marroquíes que
recorren tres cuatro diez mil kilómetros atraviesan el desierto
cruzan el océano pasan hambre y sed se juegan a los chinos, o a
pares o nones, a quién se comen en la patera, y consiguen llegar
hasta aquí y se suben a un andamio o se meten a sesenta grados bajo
los plásticos de un invernadero de Almería, y comen ellos y les
envían la mitad del sueldo a los hijos señora cuñados hermanos
suegra padres que tienen allí” (Crematorio).
Chirbes
duele porque muestra la sociedad que aparece ante sus ojos y la
presenta tal como es, exenta de afeites y maquillajes, negra, oscura y corrupta.
“La
verdad es inestable, se corrompe, se diluye, resbala, huye. La
mentira es como el agua, incolora, inodora e insípida, el paladar no
la percibe, pero nos refresca” (En la orilla)
Sus
personajes deambulan entre edificios en obras, marjales, bares o
prostíbulos. Son tan reales que te los puedes encontrar en cada
esquina.
...”de
la que se define como nueva clase media y es un conglomerado de
variantes de la clase obrera sin conciencia que trajo el thatcherismo
y se está llevando consigo la crisis actual desarbolándose los
humos,...” (En la orilla)
En
las novelas de Chirbes no hay salidas, no existe un espacio para la esperanza.
Quienes las leemos tenemos el reto de encontrarlas.
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