Aquella
imagen me atrapó al instante. Mi asombro era tal que tardé un
tiempo en reaccionar, como un boxeador noqueado. Durante los días
que siguieron me mantuvo en vilo. Cuando pasaba cerca de la mesa del
salón no podía evitar echar una ojeada al libro donde aparecía la
foto.
Los
rostros de las dos mujeres me resultaban familiares. Aunque no
lograba recordar sus nombres sabía con seguridad que las había
conocido siendo adultas.
En
la imagen aparentaban unos veinte años y sonreían a la cámara a un
lado de la foto. Iban ataviadas con sus mejores ropas: una falda de
tubo, blusa blanca, vestido estampado,...Una de ellas, la más
pequeña, incluso osaba llevar unas gafas de sol en la mano. Eran
dos amigas que paseaban cogidas del brazo una tarde de domingo de
finales de agosto o principios de septiembre. Se podía adivinar por
las sombras, por el cielo cubierto de nubes y porque las mujeres se
arreglaban solo en días muy señalados. Posaban como turistas, con
sus labios pintados,...
Detrás
de ellas, una anciana vestida de negro que se asomaba al escalón de
la puerta y una muchacha escondida tras la pareja observaban con
curiosidad la escena.
En
el extremo opuesto, otra figura femenina enlutada dirigía la mirada
al fotógrafo y un burro escuálido caminaba en dirección contraria.
Los
rostros sonrientes de las dos mujeres no lograron distraer mi
atención del auténtico protagonista de la foto. Aquel territorio
era conocido y cercano. Lo podía sentir en la yema de los dedos. Al
principio, la espadaña de la iglesia me desorientó porque yo me
situaba en la acera contraria, en la acera de mi casa, la casa de mi
madre, el chozo que construyó mi abuelo Antonio a principios del S.
XX y que durante mucho tiempo indicó el final del pueblo. Unos
metros más allá se alzaban las tapias del cementerio.
Aunque
en el año en que nací (1963) se erradicó el chabolismo, la calle
Sagasta (más tarde Miguel Hernández) no olvidó los chozos de adobe
con el tejado de juncia o esparto, que se mojaban en invierno y
ardían en verano con tanta facilidad que se convertía en el mayor
terror del vecindario.
Hasta
finales de los 70 no se asfaltó la calle ni se disfrutó de
alcantarillado.
En
los años 80, las ancianas aún vestían estos ropajes decimonónicos
y se asomaban al umbral con mirada escrutadora.
La
memoria, esa vieja traidora, me devolvió con esta foto a los años
50, una época que solo conocí por los testimonios orales.
A
menudo me pregunto por la identidad del fotógrafo que nos legó una
imagen difícil de olvidar: el burro hambriento que se aleja como una
figura fantasmagórica enfrentado a la sonrisa de las dos muchachas,
que defienden la alegría a pesar de la miseria, a pesar de todo.
PD: La foto pertenece al grupo de facebook "La Luisiana en imágenes"
Comentarios
Aunque queramos ir más deprisa, la verdad, es que nuestra sociedad ha pasado de la escardilla a la tablet en santiamén.