Estos
días en que el calor ha concedido una tregua, las mañanas de agosto
olían como las de antaño. La brisa fresca alentaba al paseo
temprano sin la ayuda del sombrero. Incluso era posible aventurarse a
caminar por la acera soleada.
Estas
mañanas con aroma a higos y jazmín, traían cierto regusto a sal en
el aire, tal vez la promesa de un mar desconocido e inalcanzable.
Las
mañanas en el pueblo pertenecen a las mujeres: desayunos en las
terrazas de las cafeterías -lejanos los tiempos en que les era
vedada la entrada-, bromas en la pescadería, confidencias en la
frutería... La frutera se acoda en el mostrador mientras relata un
viaje a Praga en invierno y describe el puente de Karlos cubierto de
nieve. La clientela la escucha con atención, sin prisas, como si la
conversación de la frutera fuera el acto más significativo de la
jornada.
Esta
última semana de agosto, que sonreía como las de antaño y venía
aliñada de tormentas vespertinas, traía viejos recuerdos de
despedidas, retornos, separaciones y abrazos.
Las
noches cada vez más largas, con chaqueta de algodón o rebequita de
hilo sobre los hombros, los veladores del cine de verano vacíos,
advertían de la llegada del ansiado otoño.
Porque
el verano no es más que un paréntesis y la vida comienza en
septiembre.
Estos
días en que el calor ha concedido una tregua, las mañanas de agosto
olían como las de antaño. La brisa fresca alentaba al paseo
temprano sin la ayuda del sombrero. Incluso era posible aventurarse a
caminar por la acera soleada.
Estas
mañanas con aroma a higos y jazmín, traían cierto regusto a sal en
el aire, tal vez la promesa de un mar desconocido e inalcanzable.
Las
mañanas en el pueblo pertenecen a las mujeres: desayunos en las
terrazas de las cafeterías -lejanos los tiempos en que les era
vedada la entrada-, bromas en la pescadería, confidencias en la
frutería... La frutera se acoda en el mostrador mientras relata un
viaje a Praga en invierno y describe el puente de Karlos cubierto de
nieve. La clientela la escucha con atención, sin prisas, como si la
conversación de la frutera fuera el acto más significativo de la
jornada.
Esta
última semana de agosto, que sonreía como las de antaño y venía
aliñada de tormentas vespertinas, traía viejos recuerdos de
despedidas, retornos, separaciones y abrazos.
Las
noches cada vez más largas, con chaqueta de algodón o rebequita de
hilo sobre los hombros, los veladores del cine de verano vacíos,
advertían de la llegada del ansiado otoño.
Porque
el verano no es más que un paréntesis y la vida comienza en
septiembre.
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