"Il y a longtemps que je t'aime, jamais je ne t'oublierai"
(À la claire fontaine, chanson populaire française)
Puede
parecer una osadía escribir sobre París, la ciudad más cantada,
filmada, pintada y descrita del mundo. Desde Dickens a Hemingway, se
dedicaron a loar las maravillas de la capital de Francia. Y yo, al
fin y al cabo, durante una semana solo he sido una más de los
millones de turistas que fotografían la Torre Eiffel cada año.
Nada
más lejos de mi intención hablar sobre monumentos o rutas de viaje,
tan solo pretendo plasmar algunas de mis impresiones como turista
veraniega.
El
aprendizaje de los idiomas trae aparejado el conocimiento de la
cultura. Desde que comencé a estudiar francés en la muy lejana
EGB, los textos y los diálogos se desarrollaban en torno a los
lugares más significativos de París: La Tour Eiffel, la Place
Vendome, la de La Concorde, les bateaux mouche, Le Marché aux
Puces,... Se convirtieron todos ellos en espacios familiares al mismo
tiempo que escenarios de ensueños adolescentes.
Era
un deseo inalcanzable pasear a orillas del Sena o escuchar a un clon
de Jacques Brel cantando en un café del Quartier Latin. Imaginaba
que vivía en una buhardilla de la Rive Gauche (por supuesto) y junto
a algún Jacques de mirada lánguida arrancaba los adoquines del
Boulevard Saint Michel.
Andaba
cerca de los treinta cuando pisé por primera vez el suelo de París.
Entonces, dos días dentro de un circuito, me supo a demasiado rápido
y poco, muy poco, después de tantos años de espera.
Esta
vez, con una semana , pensé que me podría resarcir.
Lo
primero que me llamó la atención fue el contraste de dimensiones.
En el exterior predomina la talla XXL: amplísimas avenidas y
bulevares, enormes edificios, gigantescos monumentos. Sin embargo,
toda la “grandeur” se queda fuera, porque en el interior habitas
en Lilliput. La habitación del hotel era tan pequeña que tenía la
sensación de dormir en una caja de cerillas. Las mesas de los cafés
eran minúsculas y tan pegadas unas a otras que no podías evitar la
tentación de probar el plato del vecino. Pero en Les Invalides el
sentido del tamaño llegó a tomar proporciones gigantescas: ¿Por
qué un edificio desmesurado, una tumba enorme para un señor tan
pequeñito como Napoleón?
No
me parece mal que los países homenajeen a sus personajes
principales. En el Panteón (otro monumento desmedido) se hallan
enterrados insignes figuras de la patria y escribo en masculino
adrede, pues solo una mujer es considerada digna de tal distinción,
Marie Curie, que solo es francesa por matrimonio. Se me ocurren otras
francesas ilustres que podrían acompañarla: Olimpia de Gouges,
Flora Tristán, Simone de Beauvoir,... Incluso Coco Chanel y Edith
Piaf han sido puntales de la patria. Mientras caminaba entre aquellas
tumbas me dio por pensar que sus fantasmas se levantaban por la noche
a alardear de sus hazañas “testosterónicas” y la pobre Marie se
aburriría de oírlos cada noche. Quizás, el bueno de Malraux le
sonreiría con tristeza desde algún rincón.
En
París, en agosto, lo que más abundan son las colas. Los turistas
llegados de todos los rincones del planeta Tierra hacemos infinitas
colas para visitar sus afamados monumentos. La causa de estas colas
de carácter sobrenatural son las medidas de seguridad. No podría
decir con exactitud cuántas personas han husmeado en el interior de
mi bolso, pero han sido numerosas. Eso sí, lo han hecho con mucha
educación, mucho s'il vous plaît y merci beaucoup. Después de la
novatada inicial, decidimos visitar el monumento más popular a
primera hora de la mañana, justo después del petit déjeuner, que
procurábamos que no fuera nada petit. A partir de ahí, lo que fuera
cayendo relajadamente: un Notre Dame por aquí, un café en Saint
Germain por allá,...
En
Francia sienten orgullo de su país. No es de extrañar después
haber organizado el sarao de la Revolución Francesa aunque también
haya muchas zonas de sombra en su historia. Desde las ventanas de
Versailles, ahíta de lujo desmesurado, admirando el paisaje que veía
María Antonieta, entendí que ella y su esposo terminaran en la
guillotina. Lo que sigo sin entender es que aquí no hagamos algo por
el estilo pero sin violencia. Porque realmente noté que estaba en un
país diferente viendo la televisión francesa: salía un presidente
al que los periodistas abordaban en un acto público y contestaba sin
necesidad de chuleta ni televisor de plasma.
En
el Louvre descubrí mi oculto fervor patriótico. Cada vez que veía
un cuadro de Goya o Velázquez colgado de sus muros sentía como si
me hubieran robado algo propio. Imaginad lo que pensarán los
turistas griegos al ver el expolio con su patrimonio. Solo por el
valor de la Victoria de Samotracia solucionarían todos sus
problemas.
En
fin, tal vez París no valga una misa, pero una semana resulta del
todo insuficiente, sobre todo si se quiere pasear sin premura y
disfrutar despacio de todos los placeres que puede ofrecer al
paladar. Para mí la mayor dicha ha sido escuchar hablar en francés
durante una semana completa, pero también oír inglés, alemán,
italiano, ruso, japonés, innumerables variedades de español y otros
idiomas que no he podido identificar. Me quedo con la pena de no
dominar a la perfección la lengua de Camus, Beauvoir, Malraux, Zola,
Duras, Prévert,...
Tampoco
he arrancado los adoquines del Quartier Latin, pero he caminado bajo
la lluvia por el Boulevard Saint Michel, he contemplado los muros de
la Sorbona y nadie me podrá convencer jamás que debajo no está la
arena de la playa.
Por
la noche, en las orillas del Sena, la gente joven se divertía. Había
parejas besándose y grupos bailando, comiendo y bebiendo. En agosto,
durante una semana, también para mí fue París una fiesta.
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Mariano Ganfornina Alvarez
Mariano Ganfornina Alvarez