A Amelia
Esta
tarde de junio en la que la brisa se pasea apacible ahuyentando el
calor, antes de que el verano se instale con su dominio de fuego,
retomo con sosiego la carta que envías.
Tiene
mucho mérito, amiga, haber guardado mis misivas durante tres
décadas. Pienso en las cajas que las cobijaron, en los sobres que
las albergaron y en las mudanzas que sufrieron sin que alteraran tu
apego a estos folios emborronados en tinta.
En
el verano del 82 todo era aún posible. A lo largo de los cuatro
folios que has escaneado aparece una caligrafía redonda, pequeña y
cuidada de quien conserva resquicios de la infancia.
La
sencillez de mi prosa me provoca el sonrojo que no causan los temas.
Tus temas, me dices, amiga: la política, la igualdad, la poesía,...
Y los amores, los chicos, la amistad.
En
el verano del 82 trabajaba por el día y estudiaba por la noche las
asignaturas que mi mala cabeza había suspendido en ese afán por
perseguir los problemas y capturar la vida.
Esos
veranos eternos, plomizos, abrasadores, que yo odiaba con todas mis
fuerzas, invitaban a leer durante la siesta y escribir largas cartas
a las amigas mientras esperaba ansiosa que llegase el otoño.
Cuatro
folios amarillos y un bolígrafo bic cristal donde deambulo de un
tema a otro como si fuera una vagabunda de ideas para acabar
improvisando un poema.
Me
emociona, amiga, que hayas rescatado mis cartas del fondo de un
trastero para colocarme delante del espejo de lo que fui: más joven,
más inocente, más ingenua.
Mientras
leía la carta regresaron a mi mente todas las imágenes de aquel
verano del 82. Podía sentir el sudor atrapado en mi piel y oler la
dama de noche del patio de mi casa. Mi espalda se doblaba de
cansancio pero mi corazón rebosaba esperanza.
En
el verano del 82, en el umbral de la vida, te escribí esta carta en
la que compartía mi horror por las matanzas de Israel en Palestina.
También en esto, amiga, hemos avanzado poco.
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