No
resulta fácil reconocer a un superviviente. Mantienen en todo
momento una apariencia corriente, incluso anodina. Su ropa, su corte
de pelo, su postura corporal y sus andares no reflejan su condición.
Se levantan cada mañana y acuden a su trabajo, si lo tienen, o a la
cola del paro en el caso de encontrarse en esta situación. Compran
en el mismo supermercado que tú, toman una cerveza en el bar de la
esquina, pasean el perro por el parque...
Vives
rodeada de supervivientes aunque existen muy pocas probabilidades de
que los puedas distinguir.
En la
mayoría de los casos no son conscientes de que poseen la marca de la
supervivencia. Desde muy jóvenes entienden de tropiezos y caídas.
Las piedras del camino son habituales compañeras de viaje y han
aprendido a caer y a levantarse, caer y levantarse, caer y
levantarse,...
La
persona superviviente tiene la piel curtida por heridas y desgarros.
Ha adquirido la costumbre de aplicar emplastos para que el dolor no
le impida continuar el camino. Pero lejos de endurecerse continúa
mostrándose sensible ante el dolor propio o ajeno. Y cuando no está
ocupada en alzarse tras la última caída se dedica a aplicar
ungüentos o menguar tristezas..
No
penséis que la edad es un indicio de supervivencia. Hay personas que
alcanzan la madurez sin un solo rasguño mientras niñas o niños que
apenas se mantienen en pie ya llevan la marca como si fuera un
tatuaje.
Solo
quien ha sobrevivido posee la curiosa habilidad de descubrir a otro
superviviente.
A
veces, sin previo aviso, conoces a alguien con quien conectas
fácilmente, alguien que no necesita explicaciones, ni argumentos. No
importa el estado, la edad o el género, porque los supervivientes se
reconocen entre sí y forman alianzas. Bastan una mirada, un gesto y
alguien que te susurra al oído:
-Tranquila,
yo también he sobrevivido.
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