En la
tertulia matinal de la Cadena Ser, los tertulianos hablan sobre la
pareja del nuevo presidente francés, F. Hollande. Solo al final de
tan interesante debate una de las tertulianas se atreve a comentar
tímidamente:
-¡Vaya
tontería! ¿Por qué no debatimos ahora sobre el estilismo del
marido de Mérkel?
Escucha
la radio mientras desayuna en la cocina. Ni siquiera se asombra de
ese hábito de cuestionar a las mujeres públicas por su aspecto
físico o su adaptación a la moda, como si la gestión y el discurso
tuvieran que conjuntarse con el peinado.
El día
antes había leído un artículo titulado La
liberación de Hillary, donde se muestra a una señora Clinton
feliz por acercarse a los sesenta y no tener que avergonzarse de sus
gafas de miope o su imagen poco agraciada.
Se ha
pasado media vida deseando ser más alta, más delgada, más bella,
aunque no más rubia, con la certeza de que ellas lo tenían más
fácil.
En la
juventud creía que las mujeres poseedoras del don de la belleza no
sufrían amores no correspondidos, ni siquiera padecían mal de
amores. Ese regalo con el que habían nacido, por el que no habían
tenido que luchar, las envolvía como un halo y las inmunizaba contra
las tristezas adolescentes.
Incluso
lo tenían más fácil a la hora de ser atendidas en una tienda, un
mostrador, un despacho o ante una demanda de empleo.
Poco
consuelo le ofrecían el refranero y la sabiduría popular que
repetían que “con lo bonito no se come” o “a ti te querrán
por tu belleza interior”, como si a alguien le interesara realmente
una buena conversación.
Ahora
que se encuentra en esa madurez donde las canas asoman y las arrugas
se abren paso sin remedio, no siente envidia de las mujeres jóvenes
y bellas.
Por
contra, se compadece de aquellas que disfrutaron del don de la
hermosura y lo convirtieron en su principal valor, sin intuir su
carácter efímero. Las ve empeñarse en mantener la piel tersa y la
figura espléndida. Confían en los cantos de sirena de la
publicidad, gastando fortunas en cremas, tratamientos de belleza y
gimnasios, en una lucha infructuosa contra lo irremediable.
Por fin
ha entendido que no son más que víctimas y solo lamenta el tiempo
perdido por desconfiar del refranero.
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