El
día que mis ojos se posaron en Valdelarco cumplí un viejo sueño.
Ante mí aparecieron, por fin, los tejados que trepan por el cerro
sosteniendo la torre.
Durante
años, la imagen del pueblo onubense me saludaba al entrar en la
estación del Prado como una promesa de felicidad. Un autobús te
podía acercar a la tierra prometida, al pueblo encaramado en el
cerro, al abrigo de las chimeneas, al calor del carbón de encina.
Siendo
estudiante, cada viernes pasaba delante del mural con la maleta a
cuestas, repleta de ropa sucia y el domingo por la tarde regresaba
con la misma maleta oliendo a suavizante, tortilla de patatas,
filetes empanados. Mientras, me aguardaban en la estación las calles
empinadas de Valdelarco.
En la
estación adquirí el concepto de la espera. Arrebujada en el abrigo,
sentada en un banco de hierro, permanecía inalterable a los vientos
que se daban cita entre las columnas y los andenes. Solo cabía
sostener el libro, los apuntes, el periódico y leer mientras llegaba
el autobús; pararse a observar a los viajeros que deambulaban;
recorrer la estación en un corto paseo esquivando los pasos.
Siempre
había un hombre de edad indefinida que ofrecía la mercancía en un
canasto, apostado junto a una columna.
Recuerdo
el kiosco de chuches, que exponía las naranjas y los limones de
caramelo que mis padres me regalaban de pequeña tras alguno de sus
escasos viajes a Sevilla, cuando la ciudad parecía situarse más
lejos de lo que ahora creemos. Para mí las naranjas y limones de
caramelo están asociados a la estación, como si fueran el único
lugar posible donde se pudiesen adquirir.
Ojalá
muchas generaciones pudiesen apearse en un andén, arrastrar sus
maletas por el hall, tomar un taxi o un autobús,
cruzar la calle y descansar a la sombra en los jardines de Murillo,
caminar por el callejón del Agua, asistir a una función en el
teatro Lope de Vega tan cercano, sentir el paso del tiempo, los pasos
perdidos, las miradas esquivas, las sonrisas rotas, la vida que
palpita en la estación.
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Besos.