A petición de la Tribu 2.0 escribí este AUTORRETRATO LECTOR, que ahora transcribo aquí:
Nada hacía presagiar que
me convertiría en lectora contumaz. El único libro que había en mi
casa era el libro de familia. Veranos tediosos y siestas eternas en
las que mi padre me enseñaba a escribir palabras en el aire. Noches
de invierno al calor del brasero de picón en las que mi madre
contaba historias reales que nada tenían que envidiar a los
novelones dieciochescos... Éstos son los antecedentes literarios de
mi infancia.
Vivíamos en un mundo
iletrado, lleno de canciones de corro y juegos en la calle, de coplas
flamencas y culebrones radiofónicos, en calles sin asfaltar,
enfangadas en invierno, polvorientas en verano.
Pero todo cambió el día
que entró en mi vida “La hoja sarracena”.
Hasta ese momento, mi
hermano y yo habíamos sido devoradores de cómics: Jabato, Capitán
Trueno, Zipi y Zape, Mortadelo,... Comprábamos, prestábamos y
leíamos cuanto caía en nuestras manos. Yo me perdía en el
dormitorio entre los tebeos amontonados cuando me mandaban a barrer o
limpiar el polvo.
En el verano del 72, el
cartero del pueblo nos prestó su único libro: “La hoja sarracena”
de Frank Yerby. Aún recuerdo las pastas azules y las hojas
amarillentas. Con nueve años fue mi primera novela. Mi hermano y yo
nos la disputábamos. Esperábamos que el otro se descuidara para
robarla y leer a escondidas en el cobertizo, bajo la parra del corral
o detrás del gallinero. ¡Cual no sería nuestra decepción al
llegar al final y comprobar que alguien había arrancado la última
página! ¡Nunca conoceríamos el destino de Pietro di Donati!
A partir de ahí comencé
una ardua investigación para obtener libros de bibliotecas
particulares, del colegio. Leía cualquier cosa que pasara por mis
manos: tebeos, novelas del oeste, fotonovelas, Julio Verne, Salgari
cargado de corsarios y rodeado por los mares del sur, “Sadako y las
mil grullas de papel”, “Gora” de Rabindranath Tagore. Entre
todas aquellas lecturas, me impresionó sobremanera “Viento del
Este, viento del Oeste” de Pearl S. Buck.
Me veo a mí misma,
después del colegio, sentada en la mecedora leyendo mientras tomo la
merienda; escondiendo los libros debajo de la labor de costura,
aguardando un descuido de mi madre para leer; de madrugada, con una
linterna bajo las mantas, esperando el momento en que todos durmieran
para acabar una novela que debía devolver.
Otro de esos veranos
interminables, secos y tediosos, descubrí la poesía en un libro de
bachillerato de mi hermano. El cartero, de nuevo, me había prestado
un manual de mecanografía. Harta de aporrear las teclas y escribir
series de letras sin sentido, abrí aquel libro y me dediqué a
copiar poemas de Bécquer, Rubén Darío, Espronceda o Machado. Aún
conservo aquel manual forrado de plástico blanco.
Hasta los catorce años
no compré mi primer libro, una antología de Miguel Hernández de la
editorial Cátedra que fue durante mucho tiempo mi mayor tesoro.
Los libros siempre me han
acompañado, en los momentos de relajación pero especialmente en los
de angustia: hospitales, salas de espera, estaciones de
autobuses,...
Cuando iba a tener a mi
primera hija, entre contracción y contracción, me acompañaba
Benedetti y su “Primavera con una esquina rota”. Alejé el
fantasma de la depresión pos-parto releyendo una y otra vez “El
jinete polaco” de Muñoz Molina. Si estoy triste busco de nuevo a
Jane Austen y la coloco en mi mesita de noche.
Ahora tengo muchos
libros. Mi biblioteca, como mis lecturas, no responden a ningún
orden lógico. Me gusta tenerlos cerca, pasearme por los estantes de
las librerías, tocar sus lomos, recorrer los pasillos de las
bibliotecas públicas,... También presto y me prestan. Hace poco
adquirí un volumen de “Viento del Este y viento del Oeste” y
desapareció en un préstamo. No me importa. Los libros están para
ser leídos.
Aunque últimamente
también soy lectora de pantallas: prensa digital, blogs, webs,
mensajes y comentarios, tuits, vídeos,... Tengo la impresión de que
me paso el día leyendo. No hace mucho me regalaron un e-book. Mi
desconfianza inicial solo duró el tiempo justo de comprobar la
levedad de una novela de ochocientas paginas en mi bolso.
Aunque nada hacía
presagiar que me convertiría en una lectora persistente, contumaz,
anárquica y apasionada, tal vez influyeran las novelas de Mika
Waltari que mi padre tomaba prestadas del Casinillo del pueblo o que
unas nanas cantadas por mi madre son los versos más bellos que
conozco.
Quizás, simplemente,
busco en todos los libros el final de “La hoja sarracena”.
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