Solo tenía dos días
cuando Ananube entró en aquella casa sin muebles. Abrió mucho los
ojos al sentirse deslumbrada por las paredes blancas. En el salón
había un sofá, un pequeño televisor, un teléfono sobre una caja
de cartón y un coche de bebé en el centro.
-¡Uff!, ¿dónde he
caído yo?, habría exclamado Ananube si hubiese podido hablar.
Se limitó a observar
desde los brazos de su madre que la depositó, con mucha aprensión,
en el carro. Las sábanas eran suaves y tenían un pequeño detalle
bordado a mano.
Al cochecito de bebé se
asomaron dos cabezas que ya le eran familiares: la muchacha ojerosa
que debía ser su madre y el chico con rostro asustadizo que
seguramente sería su padre.
-¡Vaya suerte!, habría
pensado Ananube. ¡Una madre primeriza y un padre novato! Anda que
empezamos bien.
Pero como estaba muy
cansada del viaje se durmió plácidamente. Despertó horas más
tarde en un cuarto de baño donde habían instalado una bañera
plegable. La madre la sostenía mientras el padre intentaba averiguar
la temperatura del agua introduciendo el codo en la bañera.
-¡Sacadme de aquí, que
este novato me ahogaaa!, debería haber gritado Ananube.
Sin embargo, no gritó,
ni lloró, solo abrió mucho los ojos para no perder detalle.
Sobrevivió Ananube a su
primer baño aunque a punto estuvo de fallecer de inanición. A la
madre primeriza no le subía la leche, así que ahíta de calostros,
con el culete limpio y un pañal mal colocado la llevaron al
dormitorio. Tampoco había cortinas, lámparas o muebles, solo una
cama muy grande y un capazo forrado de blanco.
-Al fin me dejarán
dormir, que esto de vivir es muy cansado, habría suspirado Ananube.
Tampoco pudo descansar
tranquila, porque la madre primeriza se pasó la noche tocándola
para comprobar que respiraba.
Aquel mes de mayo llovió
de forma inusual. Algunas mañanas no podían pasear, así que la
pobre Ananube tenía que soportar a la madre primeriza desentonar
todo el repertorio de Serrat, Sabina y Víctor Manuel, con lo cual
quedó vacunada anti-cantautores para toda la vida.
Con el paso de los días
se fue habituando a la casa sin muebles, a la mirada temerosa de la
primeriza, a los brazos sorprendidos del novato. Se sentía cómoda y
feliz. Dormía tantas horas que la madre se asomaba a la cuna
continuamente.
-¿Esta niña no llora
nunca?, preguntaban las visitas.
-¡Qué manía! ¿Para
qué queréis que llore?, podría haber respondido Ananube si hubiera
sabido hablar.
Tenía tanto miedo de la
inexperiencia de su mamá y su papá, que decidió ser una niña
noble y buena para hacerles la vida más fácil.
Al cumplir su primer año,
regalaron a Ananube un dormitorio con cama, armario, estanterías.
Tenía incluso una cortina con ositos y una lámpara. Estaba tan
contenta que comenzó a chapurrear sus primeras palabras.
Sus padres pensaron que
era muy fácil criar un bebé y decidieron darle a Ananube un
hermanito o una hermanita.
“Pero esa es otra
historia que merece ser contada en otra ocasión”.
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