Al “entrar en el invierno de tu vida” resulta natural echar una ojeada hacia atrás, pensar en lo que somos, en la forma en que hemos llegado al presente, en las heridas del corazón y en las heridas de la piel.
Conozco a personas anónimas que han puesto su último empeño en escribir sobre su propia vida, como un legado hacia generaciones posteriores, dejando en herencia las historias que no se han podido narrar, el tesoro acumulado por la experiencia.
Por tanto, no es de extrañar que un escritor consagrado como Paul Auster caiga en la tentación de redactar su biografía. Existen antecedentes en este sentido. Entre las leídas recuerdo “La arboleda perdida” de Rafael Alberti, “Confieso que he vivido” de Neruda o “Vivir para contarlo” de García Márquez.
“Diario de invierno” no tiene nada en común con ellas pues los acontecimientos y la sucesión de los hechos carecen de importancia. La última obra de Auster es una larga carta, un diario sin fecha, que el autor se escribe a sí mismo, en una segunda persona del singular que hace que te sientas implicada desde la primera página. Como si te hubiera obligado a sentarte frente a él con la intención de contarte la verdad de la vida, lo realmente importante.
Los sentimientos y las emociones cobran protagonismo de primer rango, considerando que el dolor y el gozo forman parte crucial de la vida.
Diario de invierno se estructura en bloques. Uno de ellos se refiere al rastro que el paso del tiempo ha dejado en su cuerpo, “el inventario de las cicatrices” lo denomina Auster. Empieza por el rostro que es lo primero que ve cada mañana, y abarca hasta los ataques de pánico, que lo han hecho consciente de su vulnerabilidad.
Otro de los bloques recorre las veintiún casas en las que ha habitado, en las cuales busca la huella que ha podido dejar en ellas, lo que supone una forma original de recrear la propia historia.
Mención especial merece la reflexión sobre la relación con su madre y el impacto que le produjo, así como los lazos que le unen a su familia política.
Diario de invierno es, ante todo, una manifestación de amor a su esposa, la mujer con la que convive desde hace treinta años.
A sus sesenta y cuatro años, el autor se pregunta: “¿Cuántas mañanas quedan” y desea, por encima de todo, morir rodeado de amor.
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