La primera lluvia de otoño siempre nos coge desprevenidas, aunque llevemos semanas ansiando el cambio de estación. De pronto estas gotas ruidosas e intempestivas nos recuerdan que no hemos sacado la ropa de invierno, que los armarios están repletos de mangas cortas y debemos, sin más demora, arrinconar las sandalias.
En la cocina, C. se afana en preparar buñuelos de bacalao. A cada momento busca a las niñas con el plato en la mano:
-Prueba un buñuelo. ¿Qué te parece?
-No, papá, no son como los de la abuela.
-Ya sé que me he pasado con el perejil, reconoce.
-No es solo el perejil, le falta algo.
-Quizás he puesto poco aceite, ella me dijo que bastaba una cucharadita.
Mientras C. fríe buñuelos de bacalao, a su lado, un frutero aguarda a que los persimones maduren.
No me agrada esta fruta porque la comparo con la dulzura gelatinosa de los kakis. Comerlos con cucharita haciendo malabares para que no resbalen es uno de los placeres más gratos del otoño. Pero últimamente resulta muy difícil encontrarlos. Se estropean en el transporte y es complicado acertar con el punto exacto de maduración.
Me he resignado a vivir sin su huella en mi paladar, con el recuerdo de los kakis que Eugenio el frutero acarreaba en una destartalada furgoneta desde su huerta de Puente Genil. También renuncié a los membrillos cocidos con su ramita de canela, las batatas en almíbar o las gachas, señales inequívocas de que las noches son más largas y regresarán los abrigos al perchero.
Y al caldo del puchero de mi madre, dotado de poderes milagrosos, cual poción mágica, capaz de devolver la voz de afónicos feriantes o acelerar el parto de primerizas asustadas.
Ninguno de estos sinsabores es comparable a la desazón que me embargará al acercarse la Navidad, cuando busque en el aire el aroma del ajonjolí, la almendra molida, la cáscara de la naranja frita en aceite de oliva y la miel caliente de endulzar pestiños.
Por más pestiños que pruebe mi paladar sigue añorando los que hacíamos en casa en el mes de diciembre: un barreño enorme de pestiños que se iban enmelando cada mañana de invierno en un pequeño perol.
En un trozo de papel escribió mi padre la receta que había sido transmitida oralmente y se perfeccionaba año tras año, después de muchas pruebas y errores, de los años en que salían duros o en exceso blandos, con demasiada sal o con escasez de ella. La receta se perdió en el cajón del escritorio y con ella los trazos cuidados y elegantes de la letra de mi padre, la letra del muchacho que aprendió a escribir con hierba sobre una piedra del campo...
De vez en cuando introduzco la mano detrás del cajón, lo zarandeo con la esperanza de sacarlo y que aparezca el papel y con él uno de los sabores irremediablemente perdidos.
Quizás todo esto es muy personal para un blog, pero yo sé que Proust me entenderá mientras moja magdalenas en tila.
Comentarios
Cada vez que hago alguna de ellas, recuerdo los consejos que me daba y
los truquillos que tenia ella para mejorarlas.
Ya están aquí las primeras lluvias y pronto hará frío pero lo peor será la Navidad,la primera Navidad sin mi madre.
Un saludo..
En fin, Pepa, qué te voy a contar a ti, que sabes decir siempre las cosas con las palabras medidas y haciendo malabares con las evocaciones. Gracias por ese manejo magistral de la palabra justa.
Un saludo