Durante la última semana se sienta frente a ella cada mañana para vigilarla. Últimamente no marcha bien y sabe que esta vez no es un achaque de la edad. Ha alcanzado hace un mes la mayoría de edad, que en su caso se puede considerar un récord de longevidad. A veces se le sale el agua, otras veces no desagua o no coge el suavizante. Hay ocasiones en que tiene que iniciar el lavado hasta tres veces.
La habría cambiado por una nueva si los técnicos que la habían reparado no se lo hubieran desaconsejado.
-Aguante con esta lavadora, señora, que ya no las hacen así, que las máquinas de hoy en día se estropean enseguida.
Pero ahora ya no hay más alternativa que comprar una nueva.
Mientras la contempla acude a ella una antigua imagen. En los años setenta llegaron a su pueblo las primeras lavadoras automáticas. La madre de su amiga se colocaba junto a la máquina recién comprada, expulsaba a la familia de la cocina y se sentaba a observar, presa de emoción, cómo giraba la ropa dentro de la ventanilla circular.
- ¡Ésta sí que me quiere, no vosotros! Gritaba a quien osaba asomar la cabeza.
Antes de la automática, su madre tuvo otra lavadora manual, a la que había que llenar con un cubo. Pero antes de las lavadoras había que ir al lavadero del pueblo, cargar con la ropa sucia en un barreño y volver horas después acarreando la ropa mojada. Entre los aprendizajes imprescindibles para la vida se encontraba lavar a mano. Parece muy lejano el tiempo en el que a nadie se le ocurría que necesitaras aprender idiomas o adquirir competencia digital. Lo realmente importante era lavar a mano, apresar la cantidad de tela justa, restregar por la lavadera con el ritmo adecuada y sumergirla en el agua de la pila de forma periódica. Enjuagar y escurrir también formaban parte del proceso. Era una de las tareas más complicadas en la formación de las mujeres y las madres se esforzaban en transmitir sus conocimientos.
La vieja lavadora de la que ahora se va a deshacer llegó con la casa nueva, cuando no tenían descendencia. Al poco tiempo empezó a lavar peleles, baberos, pijamitas, camisitas de algodón, con un jabón especial para bebés. Después llegaron los vaqueros, los vestidos, los chándals, las camisetas de deporte, los bañadores, las mallas de gimnasia. Ha lavado cortinas, colchas, mantas, edredones, sacos de dormir, mochilas, botas de deporte. Ha trabajado incansable cada día de los últimos dieciocho años.
Mientras la acompaña en su último lavado reflexiona sobre el papel de los electrodomésticos en la libertad de las mujeres y piensa en lo distinta que hubiera sido su vida sin esa vieja lavadora.
Comentarios
El relato que haces de la faena de ir a los lavaderos públicos es entrañable, aquellos lugares que cada una exponía a las demás sus problemas, anhelos y deseos... cuando ir a un terapeuta era ciencia ficción. Espero el siguiente. Un beso.
Besos!
Un abrazo
:D
Me ha encantado este relato Pepa. Y me has levantado muchos recuerdos.
Besos