
Las causas que determinan que una lectora, en este caso yo misma, sienta pasión por una obra literaria, está motivado por distintos factores, la mayor parte de los cuales son subjetivos. Algunos de estos factores tienen que ver con el estilo, pero no son los únicos, pues es posible que disfrutes con obras escritas en estilos completamente opuestos.
La relación que mantengo con la literatura de Antonio Muñoz Molina ha perdurado durante los últimos veinte años, como una pareja que ha evolucionado independientemente al mismo tiempo que ha afianzado su unión. No puedo decir lo mismo de otros autores que después del tercer o cuarto libro llegaron a producir un grado de hastío cercano al aborrecimiento. No daré nombres. Por suerte en mi casa no hay chimenea a la que arrojar los volúmenes odiados como hacía Carvalho, pues en más de una ocasión he estado tentada de hacerlo.
La historia con Antonio (así lo llamaré en adelante) comenzó por azares del destino, como muchos relatos de amor, fruto de la casualidad, de la flechas de Cupido o los caprichos de Venus. Durante el verano de 1990, mi novio “verdadero” y yo nos presentábamos a sendas oposiciones que asegurarían nuestro futuro. Soñábamos con acabar los exámenes y montarnos en un tren cargados de mochilas y sacos de dormir. Nuestro destino tenía un nombre mítico: Lisboa. Como buena lectora, preparé el viaje adquiriendo dos libros que se exponían en las novedades de las librerías. Uno era “Historia del cerco de Lisboa” de Saramago, escritor portugués que empezaba a ser muy conocido en España. El otro lo compré por el título, pues su autor era un joven escritor novel del que no había oído hablar. Probablemente fue el destino el que determinó que comprara “El invierno en Lisboa”. Nuestro plan inicial tuvo que cambiar y una vez aparecidas las listas de aprobados en las oposiciones nos montamos en el primer Talgo que pudimos, enlazamos en Madrid para pasar la noche en literas y por la mañana estábamos desayunando en la Alameda del Bulevar de San Sebastián. Me llevé una grata sorpresa al abrir el segundo libro y comprobar que la trama se desarrollaba en esta misma ciudad. La luz me acompañaba en mis paseos por la Concha, con la isla de Santa Clara al fondo, pero en mi mente podía oír el eco del viento y la humedad del aire de este mismo lugar a través de las palabras de Antonio.
A partir de ahí lo consideré una especie de descubrimiento personal y me entregué a la tarea de leer todo lo que escribiese y a recomendarlo encarecidamente a mis amistades. Llegué a tener varias ediciones de Beltenebros, una de las cuales doné a la Biblioteca Pública de Tomares.
En 1992 le concedieron a Antonio el premio Planeta por “El Jinete Polaco”, que me llegó en forma de regalo con dedicatoria. Lo leí en estado febril, sorprendida y maravillada por lo que sucedía delante de mis ojos. No es que la historia estuviera bien narrada o que los personajes fueran creíbles, es que básicamente, salvando la diferencia de género, yo era la protagonista de aquel libro. Yo era aquel adolescente desarraigado que quiere estar en otro lugar, hablar otro idioma, vivir una vida diferente a la que está destinado. El protagonista, Manuel, paseaba su flequillo adolescente por Magina sin que yo sospechara hasta qué punto se trataba de una ciudad real y de personajes de carne y hueso. Una tarde, en un bar cercano a la Plaza Nueva de Sevilla, me topé con un cartel taurino donde se anunciaba la alternativa de Carnicerito de Úbeda, personaje que aparece en el libro con el nombre de Carnicerito de Magina. Otro día, el cantante Joaquín Sabina declara en una entrevista que él y su padre forman parte del mundo descrito por Antonio Muñoz Molina en “El jinete polaco”. Al acabar de leerlo volví al principio, como si deseara ser saciada completamente.
Muchas veces he vuelto a “El jinete polaco”. Durante mucho tiempo ocupó un espacio en mi mesa de noche. Me fui a Úbeda con él bajo el brazo. Pisé el empedrado de la Plaza de San Lorenzo; me asomé a la Casa de las Torres; admiré la iglesia del Salvador e incluso llegué a vislumbrar el instituto imaginando a Manuel capear el frío al doblar una esquina. Muchas veces me ha salvado este libro. Me ayudó a ahuyentar la tristeza después de los partos. Lo leía a la luz de la lámpara después de dar el pecho, esperando que la niña aliviara los gases y se durmiera.
Su autor empezó a ser reconocido como escritor consagrado, académico y articulista de El País, además de ser el “santo” de Elvira Lindo.
Se sucedieron los títulos, unos más acertados que otros. A veces su prosa es el único sostén de una novela, como “Fervor guerrero”. Otras veces regresa a su territorio mítico y te vuelve a atrapar como en “Plenilunio”, donde una imagen, la de la maestra mojando galletas en un café servido en vaso de plástico me persiguió durante una década.
Se va a Nueva York, se hace más sesudo y conservador. En ocasiones no estoy de acuerdo con lo que piensa o lo que escribe. Publica “Sefarad”. Vive en la Gran Manzana el 11 S, del que surge “Las ventanas de Manhattan”.
Antonio mantiene la capacidad para transmitir no sólo ideas, pensamientos o imágenes, sino sensaciones sensoriales, táctiles, sabores, olores. Mientras leía “El viento de la luna” yo notaba la humedad de los muros, como si el escritor estuviera describiendo mi propio recuerdo.
“La noche de los tiempos” ha sido mi último encuentro con él y ha durado novecientas cincuenta y ocho páginas,
La relación que mantengo con la literatura de Antonio Muñoz Molina ha perdurado durante los últimos veinte años, como una pareja que ha evolucionado independientemente al mismo tiempo que ha afianzado su unión. No puedo decir lo mismo de otros autores que después del tercer o cuarto libro llegaron a producir un grado de hastío cercano al aborrecimiento. No daré nombres. Por suerte en mi casa no hay chimenea a la que arrojar los volúmenes odiados como hacía Carvalho, pues en más de una ocasión he estado tentada de hacerlo.
La historia con Antonio (así lo llamaré en adelante) comenzó por azares del destino, como muchos relatos de amor, fruto de la casualidad, de la flechas de Cupido o los caprichos de Venus. Durante el verano de 1990, mi novio “verdadero” y yo nos presentábamos a sendas oposiciones que asegurarían nuestro futuro. Soñábamos con acabar los exámenes y montarnos en un tren cargados de mochilas y sacos de dormir. Nuestro destino tenía un nombre mítico: Lisboa. Como buena lectora, preparé el viaje adquiriendo dos libros que se exponían en las novedades de las librerías. Uno era “Historia del cerco de Lisboa” de Saramago, escritor portugués que empezaba a ser muy conocido en España. El otro lo compré por el título, pues su autor era un joven escritor novel del que no había oído hablar. Probablemente fue el destino el que determinó que comprara “El invierno en Lisboa”. Nuestro plan inicial tuvo que cambiar y una vez aparecidas las listas de aprobados en las oposiciones nos montamos en el primer Talgo que pudimos, enlazamos en Madrid para pasar la noche en literas y por la mañana estábamos desayunando en la Alameda del Bulevar de San Sebastián. Me llevé una grata sorpresa al abrir el segundo libro y comprobar que la trama se desarrollaba en esta misma ciudad. La luz me acompañaba en mis paseos por la Concha, con la isla de Santa Clara al fondo, pero en mi mente podía oír el eco del viento y la humedad del aire de este mismo lugar a través de las palabras de Antonio.
A partir de ahí lo consideré una especie de descubrimiento personal y me entregué a la tarea de leer todo lo que escribiese y a recomendarlo encarecidamente a mis amistades. Llegué a tener varias ediciones de Beltenebros, una de las cuales doné a la Biblioteca Pública de Tomares.
En 1992 le concedieron a Antonio el premio Planeta por “El Jinete Polaco”, que me llegó en forma de regalo con dedicatoria. Lo leí en estado febril, sorprendida y maravillada por lo que sucedía delante de mis ojos. No es que la historia estuviera bien narrada o que los personajes fueran creíbles, es que básicamente, salvando la diferencia de género, yo era la protagonista de aquel libro. Yo era aquel adolescente desarraigado que quiere estar en otro lugar, hablar otro idioma, vivir una vida diferente a la que está destinado. El protagonista, Manuel, paseaba su flequillo adolescente por Magina sin que yo sospechara hasta qué punto se trataba de una ciudad real y de personajes de carne y hueso. Una tarde, en un bar cercano a la Plaza Nueva de Sevilla, me topé con un cartel taurino donde se anunciaba la alternativa de Carnicerito de Úbeda, personaje que aparece en el libro con el nombre de Carnicerito de Magina. Otro día, el cantante Joaquín Sabina declara en una entrevista que él y su padre forman parte del mundo descrito por Antonio Muñoz Molina en “El jinete polaco”. Al acabar de leerlo volví al principio, como si deseara ser saciada completamente.
Muchas veces he vuelto a “El jinete polaco”. Durante mucho tiempo ocupó un espacio en mi mesa de noche. Me fui a Úbeda con él bajo el brazo. Pisé el empedrado de la Plaza de San Lorenzo; me asomé a la Casa de las Torres; admiré la iglesia del Salvador e incluso llegué a vislumbrar el instituto imaginando a Manuel capear el frío al doblar una esquina. Muchas veces me ha salvado este libro. Me ayudó a ahuyentar la tristeza después de los partos. Lo leía a la luz de la lámpara después de dar el pecho, esperando que la niña aliviara los gases y se durmiera.
Su autor empezó a ser reconocido como escritor consagrado, académico y articulista de El País, además de ser el “santo” de Elvira Lindo.
Se sucedieron los títulos, unos más acertados que otros. A veces su prosa es el único sostén de una novela, como “Fervor guerrero”. Otras veces regresa a su territorio mítico y te vuelve a atrapar como en “Plenilunio”, donde una imagen, la de la maestra mojando galletas en un café servido en vaso de plástico me persiguió durante una década.
Se va a Nueva York, se hace más sesudo y conservador. En ocasiones no estoy de acuerdo con lo que piensa o lo que escribe. Publica “Sefarad”. Vive en la Gran Manzana el 11 S, del que surge “Las ventanas de Manhattan”.
Antonio mantiene la capacidad para transmitir no sólo ideas, pensamientos o imágenes, sino sensaciones sensoriales, táctiles, sabores, olores. Mientras leía “El viento de la luna” yo notaba la humedad de los muros, como si el escritor estuviera describiendo mi propio recuerdo.
“La noche de los tiempos” ha sido mi último encuentro con él y ha durado novecientas cincuenta y ocho páginas,
Comentarios
Pepa, me gusta tu manera de contar. Es muy fluida, y recurres a imágenes muy bien traídas y muy oportunas.
Gracias por mandarme el enlace.
Te seguiré leyendo.
Un saludo.
Gracias