Domingo, 21 de diciembre de 2008
Ana está tumbada frente a la chimenea. Lee la revista de Historia de National Geographic que compró esta mañana en Villanueva de los Castillejos.
Ayer, cuando llegamos al Puerto de la Laja, pensé que había acertado en la elección. Venía huyendo del jolgorio navideño; aturdida por luces de colores y papel de regalo; asqueada de belenes y árboles de navidad; agobiada por la inevitable elección: ¿Reyes Magos o Papá Noel? Había buscado un lugar sin coros de villancicos, cajeros automáticos ni Corte Inglés.
Cuatro gallinas picoteaban libremente la hierbecilla fresca que crece entre el empedrado. Esta escena me convenció de que había llegado al paraíso. Supongo que los ricos heredan bienes, cortijos o paquetes de acciones. A los pobres sólo nos transmiten los sueños. Yo recibí de mi madre la imagen más idílica de su terrible infancia. Ella era una niña que cuidaba pavos y gallinas en un cortijo de olivar cerca de Bujalance, en la provincia de Córdoba durante la Guerra Civil. Relataba sus historias acompañadas de una cantinela infantil:
“María,
los pavos en la vía.
El tren pita que pita
y los pavos no se quitan.”
De fondo, los bombardeos del frente, el estruendo de las ametralladoras que le taladraban el estómago cada noche.
En Puerto de la Laja unas pocas casas diseminadas albergan a no más de dos parejas de ancianos. Uno de ellos se lava los pies en una palangana a la puerta de su casa. ¿Dónde he visto antes esto? ¿En un rincón de mi memoria?
Nada puede ser más perfecto. Incluso un hermoso abeto situado en la bifurcación de un sendero se erige triunfal sin estrellas, angelotes, bolas de colores o espumillón.
¿He dicho que todo es perfecto? Lo siento, me retracto. Hay un sevillano. Lo digo como lo siento. No es que yo tenga algo en contra de los sevillanos en general, pero los hay que hacen gala de su ombliguismo más allá de sus fronteras naturales, es decir, la SE-30. Lo he reconocido sin mantener ninguna conversación más o menos íntima, ya que poner a todo volumen una marcha de Semana Santa en pleno mes de diciembre es bastante delator. Tuve que hacer acopio de mi deseo de paz interior para contenerme y no gritar:
-¡Que estamos en Navidad!
Entre otras cosas, porque yo había venido aquí a olvidar que estamos en Navidad.
Las gallinas continúan picoteando, los olivos se disputan el espacio con las encinas, no hay ruidos (aparte de la marcha cofrade), ¿qué más se puede pedir?
Para abrir la puerta de la casa, tecleamos un código que nos enviaron al móvil. ¡Qué modernidad! La casa es perfecta, tiene luz y hermosas vistas por los cuatro costados, un arroyo corre a nuestros pies, hay leña en la chimenea, la tele no se ve, ¿qué más se puede pedir?
-¡Los tomates, las lechugas, los calabacines!
He olvidado toda la verdura que pensábamos traer. ¿Cómo sobreviviremos sin ensaladas los próximos tres días? Es una pérdida irreparable, en mitad de la nada y sin tomates.
Una vez recuperados del imperdonable olvido, decidimos pasear por la vía verde, bajo un sol espléndido. A la vuelta, un rebaño de ovejas baja el cerro perseguido por un perro pastor. Ana comenta que le duele un poco la cabeza.
En el campo, la noche es más oscura, sólo se ve una luz a los lejos. Las niñas se acuestan a las nueve, la madre a las diez.
La mañana se despertó con niebla. Mientras desayunamos, Ana se siente mal: tiene fiebre. Nos planteamos regresar a Tomares, pero optamos por acudir al ambulatorio más cercano, a 15 kilómetros, en Villanueva de los Castillejos.
El pueblo parece recién remozado, más que limpio, inmaculado, con un pabellón cubierto como el de Tomares y un centro de salud con urgencias las 24 horas que ya quisiera Tomares…
Mis hijas siempre tienen suerte con los médicos de urgencia en los viajes. Podrían relatar una buena dosis de anécdotas, que abarcarían lo más diverso del panorama nacional e internacional, desde Infiesto en Asturias hasta Cádiar en las Alpujarras, pasando por el Reino Unido de la Gran Bretaña.
Esta vez no iba a ser menos. El médico es encantador. Rubicundo, de mediana edad, a pesar del pijama del SAS se vislumbran unas pulseritas hippies y unos zapatos deportivos. Pregunta a la niña sin prisas, la ausculta con amabilidad, tratándola como a una adulta, para después apoyarme como madre que debería haberse dedicado a la medicina y confirmar mi diagnóstico inicial y acertado tratamiento: gripe y paracetamol 500.
Mientras tanto, Carlos ha seguido a una señora con una cesta de la compra. Confirmando sus sospechas, lo ha conducido hasta una frutería abierta en domingo en la que, por fortuna, se pueden adquirir tomates, lechugas, champiñones, huevos e incluso batatas ya asadas.
Me llama por el móvil para comunicarme tan emocionante noticia y le pido que investigue hasta encontrar un quiosco de prensa. Cuando salimos del ambulatorio, sus indagaciones han dado resultado y nos dirigimos al centro del pueblo. Junto a la plaza de abastos aparece una tienda bien pertrechada de prensa, revistas, libros y DVD.
Al salir, hago un feliz descubrimiento y me encamino hacia allí con paso decidido. Mi familia intenta disuadirme:
-¡No, mamá, no lo hagas! ¡Te arrepentirás!
No les hago caso porque encontrar una confitería de pueblo se puede convertir en el mejor de los hallazgos.
La niña tiene gripe, debe guardar reposo, nos tendremos que turnar para cuidarla,…
Media docena de hermosos y recién horneadas pasteles por cinco euros no son la felicidad, pero a nadie le amarga un dulce. ¿Qué más se puede pedir?
Ana está tumbada frente a la chimenea. Lee la revista de Historia de National Geographic que compró esta mañana en Villanueva de los Castillejos.
Ayer, cuando llegamos al Puerto de la Laja, pensé que había acertado en la elección. Venía huyendo del jolgorio navideño; aturdida por luces de colores y papel de regalo; asqueada de belenes y árboles de navidad; agobiada por la inevitable elección: ¿Reyes Magos o Papá Noel? Había buscado un lugar sin coros de villancicos, cajeros automáticos ni Corte Inglés.
Cuatro gallinas picoteaban libremente la hierbecilla fresca que crece entre el empedrado. Esta escena me convenció de que había llegado al paraíso. Supongo que los ricos heredan bienes, cortijos o paquetes de acciones. A los pobres sólo nos transmiten los sueños. Yo recibí de mi madre la imagen más idílica de su terrible infancia. Ella era una niña que cuidaba pavos y gallinas en un cortijo de olivar cerca de Bujalance, en la provincia de Córdoba durante la Guerra Civil. Relataba sus historias acompañadas de una cantinela infantil:
“María,
los pavos en la vía.
El tren pita que pita
y los pavos no se quitan.”
De fondo, los bombardeos del frente, el estruendo de las ametralladoras que le taladraban el estómago cada noche.
En Puerto de la Laja unas pocas casas diseminadas albergan a no más de dos parejas de ancianos. Uno de ellos se lava los pies en una palangana a la puerta de su casa. ¿Dónde he visto antes esto? ¿En un rincón de mi memoria?
Nada puede ser más perfecto. Incluso un hermoso abeto situado en la bifurcación de un sendero se erige triunfal sin estrellas, angelotes, bolas de colores o espumillón.
¿He dicho que todo es perfecto? Lo siento, me retracto. Hay un sevillano. Lo digo como lo siento. No es que yo tenga algo en contra de los sevillanos en general, pero los hay que hacen gala de su ombliguismo más allá de sus fronteras naturales, es decir, la SE-30. Lo he reconocido sin mantener ninguna conversación más o menos íntima, ya que poner a todo volumen una marcha de Semana Santa en pleno mes de diciembre es bastante delator. Tuve que hacer acopio de mi deseo de paz interior para contenerme y no gritar:
-¡Que estamos en Navidad!
Entre otras cosas, porque yo había venido aquí a olvidar que estamos en Navidad.
Las gallinas continúan picoteando, los olivos se disputan el espacio con las encinas, no hay ruidos (aparte de la marcha cofrade), ¿qué más se puede pedir?
Para abrir la puerta de la casa, tecleamos un código que nos enviaron al móvil. ¡Qué modernidad! La casa es perfecta, tiene luz y hermosas vistas por los cuatro costados, un arroyo corre a nuestros pies, hay leña en la chimenea, la tele no se ve, ¿qué más se puede pedir?
-¡Los tomates, las lechugas, los calabacines!
He olvidado toda la verdura que pensábamos traer. ¿Cómo sobreviviremos sin ensaladas los próximos tres días? Es una pérdida irreparable, en mitad de la nada y sin tomates.
Una vez recuperados del imperdonable olvido, decidimos pasear por la vía verde, bajo un sol espléndido. A la vuelta, un rebaño de ovejas baja el cerro perseguido por un perro pastor. Ana comenta que le duele un poco la cabeza.
En el campo, la noche es más oscura, sólo se ve una luz a los lejos. Las niñas se acuestan a las nueve, la madre a las diez.
La mañana se despertó con niebla. Mientras desayunamos, Ana se siente mal: tiene fiebre. Nos planteamos regresar a Tomares, pero optamos por acudir al ambulatorio más cercano, a 15 kilómetros, en Villanueva de los Castillejos.
El pueblo parece recién remozado, más que limpio, inmaculado, con un pabellón cubierto como el de Tomares y un centro de salud con urgencias las 24 horas que ya quisiera Tomares…
Mis hijas siempre tienen suerte con los médicos de urgencia en los viajes. Podrían relatar una buena dosis de anécdotas, que abarcarían lo más diverso del panorama nacional e internacional, desde Infiesto en Asturias hasta Cádiar en las Alpujarras, pasando por el Reino Unido de la Gran Bretaña.
Esta vez no iba a ser menos. El médico es encantador. Rubicundo, de mediana edad, a pesar del pijama del SAS se vislumbran unas pulseritas hippies y unos zapatos deportivos. Pregunta a la niña sin prisas, la ausculta con amabilidad, tratándola como a una adulta, para después apoyarme como madre que debería haberse dedicado a la medicina y confirmar mi diagnóstico inicial y acertado tratamiento: gripe y paracetamol 500.
Mientras tanto, Carlos ha seguido a una señora con una cesta de la compra. Confirmando sus sospechas, lo ha conducido hasta una frutería abierta en domingo en la que, por fortuna, se pueden adquirir tomates, lechugas, champiñones, huevos e incluso batatas ya asadas.
Me llama por el móvil para comunicarme tan emocionante noticia y le pido que investigue hasta encontrar un quiosco de prensa. Cuando salimos del ambulatorio, sus indagaciones han dado resultado y nos dirigimos al centro del pueblo. Junto a la plaza de abastos aparece una tienda bien pertrechada de prensa, revistas, libros y DVD.
Al salir, hago un feliz descubrimiento y me encamino hacia allí con paso decidido. Mi familia intenta disuadirme:
-¡No, mamá, no lo hagas! ¡Te arrepentirás!
No les hago caso porque encontrar una confitería de pueblo se puede convertir en el mejor de los hallazgos.
La niña tiene gripe, debe guardar reposo, nos tendremos que turnar para cuidarla,…
Media docena de hermosos y recién horneadas pasteles por cinco euros no son la felicidad, pero a nadie le amarga un dulce. ¿Qué más se puede pedir?
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