Considerar que la educación, y más concretamente la coeducación, puede por sí sola cambiar los roles de género inherentes al trabajo reproductivo no es más que una falacia, de una simplicidad tal como pensar que la educación vial en la escuela acabará con las muertes en la carretera.
La escuela no deja de ser un reflejo de la sociedad en la que está inmersa. Es permeable a los valores y los modelos que la rigen. Sin embargo, en ocasiones se transforma en una burbuja, cuyos valores y modelos se posicionan frente al mundo “exterior”. Cooperación, igualdad, convivencia pacífica, integración y tolerancia frente a “Escenas de matrimonio” y “Sin tetas no hay paraíso”.
¿Qué podemos hacer, pues, en este escenario artificial que refleja los estereotipos patriarcales al mismo tiempo que pretende defender valores como el respeto, la no violencia y la igualdad, constituyéndose en uno de los dos polos de la dialéctica entre el ser y el tener?
¿Es posible actuar para cambiar estos roles? Frente a nosotr@s, educadore@s, se sitúan la familia, los medios de comunicación, el grupo de iguales y un largo etcétera que perpetúan modelos sexistas.
A pesar de ello, coeducar es nuestra única opción, porque un análisis constante de la realidad nos hace ver la discriminación cada vez que un niño empuja para colarse el primero en la fila; cada vez que una niña inteligente se calla, mientras se levanta un bosque de pequeñas manos masculinas, habituadas a ser protagonistas.
Ésta es nuestra principal aportación a este cambio de roles, una “mirada violeta” de la que no podemos sustraernos.
Tampoco debemos olvidar que esta burbuja llamada escuela necesita de una auténtica educación de lo afectivo y lo emocional, gracias a la cual niños y niñas entiendan la importancia de sus sentimientos y adquieran la capacidad de transmitirlos y en muchos casos, encauzarlos.
A partir de ahí sólo hay un paso para valorar el papel de cuidadora que la mujer ha realizado tradicionalmente y asumirlo como una función necesaria tanto de hombres como mujeres.
Igualmente, es imprescindible propiciar un estilo educativo que respete las diferencias, otorgando a cada cual su valor dentro del aula, con independencia de resultados puramente académicos.
¿Podremos así cambiar los roles? Parecería bastante improbable, si tenemos en cuenta los agentes adversos. Pero a veces, observas cómo a algún niñ@ se le enciende una bombillita invisible y descubres en sus ojos esa mirada violeta, de la que estás segura que nunca se desprenderá. Esa certeza basta para mantener viva la ilusión.
La escuela no deja de ser un reflejo de la sociedad en la que está inmersa. Es permeable a los valores y los modelos que la rigen. Sin embargo, en ocasiones se transforma en una burbuja, cuyos valores y modelos se posicionan frente al mundo “exterior”. Cooperación, igualdad, convivencia pacífica, integración y tolerancia frente a “Escenas de matrimonio” y “Sin tetas no hay paraíso”.
¿Qué podemos hacer, pues, en este escenario artificial que refleja los estereotipos patriarcales al mismo tiempo que pretende defender valores como el respeto, la no violencia y la igualdad, constituyéndose en uno de los dos polos de la dialéctica entre el ser y el tener?
¿Es posible actuar para cambiar estos roles? Frente a nosotr@s, educadore@s, se sitúan la familia, los medios de comunicación, el grupo de iguales y un largo etcétera que perpetúan modelos sexistas.
A pesar de ello, coeducar es nuestra única opción, porque un análisis constante de la realidad nos hace ver la discriminación cada vez que un niño empuja para colarse el primero en la fila; cada vez que una niña inteligente se calla, mientras se levanta un bosque de pequeñas manos masculinas, habituadas a ser protagonistas.
Ésta es nuestra principal aportación a este cambio de roles, una “mirada violeta” de la que no podemos sustraernos.
Tampoco debemos olvidar que esta burbuja llamada escuela necesita de una auténtica educación de lo afectivo y lo emocional, gracias a la cual niños y niñas entiendan la importancia de sus sentimientos y adquieran la capacidad de transmitirlos y en muchos casos, encauzarlos.
A partir de ahí sólo hay un paso para valorar el papel de cuidadora que la mujer ha realizado tradicionalmente y asumirlo como una función necesaria tanto de hombres como mujeres.
Igualmente, es imprescindible propiciar un estilo educativo que respete las diferencias, otorgando a cada cual su valor dentro del aula, con independencia de resultados puramente académicos.
¿Podremos así cambiar los roles? Parecería bastante improbable, si tenemos en cuenta los agentes adversos. Pero a veces, observas cómo a algún niñ@ se le enciende una bombillita invisible y descubres en sus ojos esa mirada violeta, de la que estás segura que nunca se desprenderá. Esa certeza basta para mantener viva la ilusión.
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